sábado, 4 de febrero de 2017

“Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo”


(Domingo V - TO - Ciclo A – 2017)
         “Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo” (Mt 5, 13-16). Para graficar a los cristianos, Jesús utiliza dos elementos cotidianos, de la vida diaria, que son sumamente útiles y cuya presencia o ausencia modifica profundamente nuestra vida: la sal y la luz. La sal, permite dar sabor a todos los alimentos; sin ella, un alimento sin sal resulta “desabrido”, sin gusto apenas y en esto se nota su utilidad. La sal tiene otro uso, menos común, pero también muy útil, y es el de evitar la descomposición orgánica de la carne, un recurso utilizado con más frecuencia en épocas anteriores, en las que no existían los modernos métodos de preservación de los alimentos. El otro elemento que utiliza Jesús en su enseñanza es la luz, cuya importancia es más que evidente para la vida cotidiana: permite ver y apreciar el mundo, con toda su realidad, con su colorido, con su profundidad: sin la luz, el hombre vive en tinieblas y en la oscuridad más absoluta.
Jesús utiliza estos elementos materiales, la sal y la luz, para representar una realidad sobrenatural, y es la realidad de la gracia santificante en el alma: la gracia es al cristiano lo que la sal y la luz a la vida del hombre. Es la gracia la que hace que la vida del cristiano tenga un nuevo sabor, el sabor de la eternidad y del Amor de Dios y es la gracia la que evita la descomposición del alma por la putrefacción del pecado, así como la sal evita la putrefacción de la carne; es la gracia la que, inhiriendo en el alma del cristiano, la ilumina con la luz eterna de Dios, permitiéndole ver aquello que sin la gracia no puede ver: que esta vida terrena es pasajera, que es una prueba para ganar la vida eterna, que no se puede conseguir la vida eterna sin vivir los Mandamientos de la Ley de Dios, que al fin de la vida terrena nos espera un doble juicio, el Particular y el Universal y que según el resultado de esos tribunales, nuestros destinos eternos serán el Cielo o el Infierno, que esta vida no es para “disfrutar”, sino para ganar el Cielo y que el Cielo sólo se gana por medio de la Santa Cruz de Jesús y con el auxilio de la Virgen, Medianera de todas las gracias.
         Es la gracia santificante la que cambia radicalmente la vida del cristiano, dirigiéndola y enderezándola hacia la eternidad, hacia el encuentro personal y definitivo con el Supremo Juez, Jesús Misericordioso. Ahora bien, el tener este destino de eternidad y el tener la luz de la fe, que permite vislumbrar la vida futura en el Reino de los cielos, no depende de nosotros, no surge de nuestra naturaleza, sino que es un don absolutamente gratuito, recibido en el Bautismo y el cual debe ser custodiado y acrecentado, por la fe, la oración y el amor a Dios y al prójimo manifestado en las obras de misericordia.
         Los cristianos estamos llamados a ser “sal de la tierra” y “luz del mundo”, pero Jesús lo advierte bien claro: si la sal no sala y si la luz no alumbra, no sirven, ni la sal, ni la luz: “Pero si la sal pierde su sabor, ¿con qué se la volverá a salar? Ya no sirve para nada, sino para ser tirada y pisada por los hombres. No se puede ocultar una ciudad situada en la cima de una montaña. Y no se enciende una lámpara para meterla debajo de un cajón, sino que se la pone sobre el candelero para que ilumine a todos los que están en la casa”. La sal que no sala y la luz que no alumbra, es el católico que, habiendo recibido la instrucción catequética; habiendo conocido las verdades fundamentales de nuestra fe; habiendo conocido los dogmas de nuestra Santa Religión Católica; habiendo recibido la Comunión y la Confirmación y sabiendo que sin practicar la fe no puede salvarse, vive sin embargo como ciego, sordo y mudo, como si nunca se hubiera enterado de nada y así pasa por el mundo y por la vida como si fuera un pagano y no un católico; es el católico que no da testimonio de Jesucristo, en la vida cotidiana. Es el católico que acude a los chamanes y brujos; es el católico que confía en el horóscopo y en la lectura de cartas y no en el Amor providente de Dios; es el católico que rinde culto a ídolos demoníacos, como San La Muerte; es el católico que se deja dominar por las pasiones, la avaricia, la envidia, la ira, el orgullo, la soberbia, la pereza, sea espiritual que corporal; es el católico que abandona la fe, la oración, la Santa Misa, por la acedia y por las atracciones del mundo o, peor aún, es el católico que, asistiendo a la Iglesia, se comporta como pagano.

         “Ustedes son la sal de la tierra (…) Ustedes son la luz del mundo”. ¿De qué manera dar sabor a la vida, con la sal de la gracia, e iluminar el mundo, con la luz de la gracia? Con la observancia de los Mandamientos y de los preceptos de la Iglesia y con el testimonio de las obras de misericordia, que demuestran la fe, tal como lo dice Jesús: “Así debe brillar ante los ojos de los hombres la luz que hay en ustedes, a fin de que ellos vean sus buenas obras y glorifiquen al Padre que está en el cielo”.

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