jueves, 2 de marzo de 2017

Jueves después de Cenizas


(Ciclo A – 2017)

“El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9, 22-25). Jesús explicita las condiciones para ser su discípulo: querer, renunciar, cargar la cruz, seguirlo. Jesús dice “el que quiera”, lo cual significa que no obliga a nadie a seguirlo; ser discípulo de Jesús es una cuestión de libre elección, de ejercicio de aquello que constituye la imagen de Dios en el hombre, y es la libertad. Si alguien “quiere” seguirlo, lo hará libremente; si alguien “no quiere” seguirlo, también lo hará libremente, aunque quien elija esta última opción, sabe también cuál es la consecuencia directa de no seguirlo, y es la pérdida eterna del alma. La segunda condición para ser discípulo de Jesús es “renunciar a sí mismo”, lo cual significa contrariar al hombre viejo, al hombre dominado por las pasiones, al hombre al que seducen y atraen las concupiscencias de la carne –sensualidad- y del espíritu –soberbia-; la renuncia de sí mismo es la renuncia del hombre que lleva en sí las consecuencias del pecado original y de modo concreto, se traduce en renunciar al defecto dominante –por ejemplo, la impaciencia, o la soberbia, o la pereza, y así con cada pecado capital- y esforzarse por crecer en la gracia y en la virtud cristianas, no meramente humanas. Otra condición es “cargar la cruz de cada día”, y esto significa tomar la decisión de querer crucificar al hombre viejo, de conducirlo al Calvario, para que allí muera y de esa manera, sea posible el nacimiento del hombre nuevo, el hombre regenerado por la gracia santificante. La última condición, es “seguirlo”, porque nadie puede salvar el alma por sí mismo, puesto que sólo Jesús es el Único Salvador y Redentor, pero este Salvador y Redentor se dirige, con la cruz, hacia la cima del Monte Calvario, de manera que si pretendemos tomar otro camino que no sea el seguir los pasos de Jesús, que conducen al Calvario, de nada valdrán ni la renuncia a sí mismos, ni el cargar la cruz. Jesús es el “Camino, la Verdad y la Vida”, y nadie puede salvarse, esto es, “ir al Padre”, sino es por Él.
Ahora bien, como el mismo Jesús lo dice, y como lo hemos hecho notar, Jesús no obliga a nadie a seguirlo, puesto que el hombre es libre –en esto constituye su imagen y semejanza de Dios- y, en el ejercicio de su libertad, puede elegir, sin coacción alguna, el no seguir a Dios, pero como esto implica la pérdida del alma, Jesús nos advierte cuáles son las consecuencias de elegir el mundo en vez de elegirlo a Él, y nos lo plantea por medio de una paradoja: “El que quiera salvar su vida, la perderá y el que pierda su vida por mí, la salvará”. ¿Por qué? Porque “el que quiera salvar su vida” terrena, la entregará al mundo, al dinero, al demonio, y estos perderán su alma para siempre, para la eternidad; en cambio, el que pierda su vida para Cristo y el Evangelio, muriendo al propio yo en la Cruz, la ganará para el cielo, para la vida eterna, porque Cristo lo vivificará con su gracia. Si alguien elige no seguirlo, eso implica abandonar la vida de la gracia y vivir sumergido en el pecado, y es por eso que Jesús vuelve a remarcar las consecuencias de esta elección, esta vez, por medio de una pregunta: “¿De qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si pierde y arruina su vida?”. Parafraseando al Señor, podríamos decir: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el dinero del mundo, si pierde la gracia que lo salva?”.

La Cuaresma es el tiempo de gracia propicio para elegir la renuncia al pecado y al hombre viejo, para seguir a Jesús, camino del Calvario.

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