sábado, 30 de diciembre de 2017

Fiesta de la Sagrada Familia



(Ciclo A – 2017)
         La Sagrada Familia de Jesús, José y María, es ejemplo y modelo de vida y de santidad para toda familia humana, para todos los tiempos, para todas las razas, para todo credo. La Sagrada Familia es modelo y es ejemplo insustituible en dos aspectos esenciales: en cuanto a la constitución de la familia humana y en cuanto a la santidad de sus integrantes. El modelo que propone la Sagrada Familia –papá-varón, mamá-mujer, hijo natural o adoptado, producto del amor conyugal-, se opone al modelo familiar múltiple, que también pretende ser universal, propuesto por la ideología de género. Según esta ideología, la familia humana puede estar formada por múltiples modelos y no por uno solo, como el de la Familia de Nazareth. Para la ideología de género, toda combinación posible puede llamarse “familia” y es factible desde el momento en que es posible: según esta ideología, se llama “familia” a la unión entre dos varones, dos mujeres, dos transexuales, dos transgéneros; y en cuanto a los hijos, estos pueden ser concebidos de modo natural, o artificial, utilizando cualquier técnica artificial de fecundación y procreación, como FIV, alquiler de úteros, etc.
Es decir, la Sagrada Familia se presenta como un modelo de familia, único, de validez universal, frente al anti-modelo de familia propuesto por la ideología de género, que también pretende ser homogéneo y universal. Sin embargo, la Iglesia afirma que solo el modelo familiar de la Sagrada Familia es el único posible, por lo que, frente a esta rotunda afirmación por parte de la Iglesia, podríamos preguntarnos: ¿cuál es la razón de esta validez universal? Es decir, ¿por qué motivo la Sagrada Familia es modelo y ejemplo para toda la raza humana, sin distinción de credos, razas, épocas y el único modelo posible?
Podemos responder que una primera razón radica en Aquel que ideó a la Sagrada Familia, que es Dios mismo: Quien ideó a la Sagrada Familia fue Dios, Él fue quien eligió una madre-mujer y un padre-varón para que fueran sus progenitores en la tierra, cuando llegara el momento de la Encarnación; fue Dios en Persona quien eligió a la Virgen, mujer, como Madre suya y a San José, varón, como a su Padre adoptivo; fue Dios en Persona quien decidió que el lugar en la tierra más similar al cielo, en cuanto a similitud de amor circulante entre las personas, era la familia formada por un papá-varón y una mamá-mujer y el hijo, como fruto del amor esponsal.  
Otra razón de su validez universal como ejemplo y modelo radica en el hecho de que la Sagrada Familia representa el summum de la perfección para toda familia humana, tanto en su ontología –su “ser” familia- y en su espiritualidad –en su santidad-. Esto quiere decir que, tal como está constituida –papá-varón, mamá-mujer, hijo que es fruto del amor esponsal, aunque San José es esposo legal de María y padre adoptivo del Niño Dios- y en razón de la santidad de sus integrantes –Jesús es Dios Hijo y por lo tanto, la santidad increada en sí misma; la Virgen y Madre de Dios es la Santísima Virgen María, concebida sin mancha de pecado y llena de gracia; San José es el Varón casto, puro y virgen, lleno él también de gracia y de vida divina-, la Familia de Nazareth es el lugar terreno y el modelo humano en el que se actualiza, se perpetúa y se prolonga, entre las personas que forman el núcleo familiar, la circulación del Amor de Dios, el Espíritu Santo, así como este mismo Amor circula, como en círculos de flujo continuo e ininterrumpido, entre las Personas Divinas de la Trinidad. En otras palabras, si podemos decir que la Santísima Trinidad es “como una familia”, en el sentido de que está formada por personas –las Tres Divinas Personas- unidas por el Amor –el Amor de Dios, el Espíritu Santo-, la Sagrada Familia de Nazareth es la prolongación, en la tierra, de esta familia trinitaria, ya que está formada por personas –San José, la Virgen y el Niño-, entre las cuales circula el Amor de Dios, el Espíritu Santo, y es a esto a lo que el Papa Juan Pablo II se refería cuando llamaba a la Familia de Nazareth la “Trinidad terrena”. No hay ninguna estructura humana, que refleje a la perfección a la Trinidad Santísima, como la Trinidad terrena, que es la Familia de Nazareth, formada por Jesús, José y María. Pero la Sagrada Familia no solo refleja a la Trinidad, sino que comunica de la santidad de las Tres Divinas Personas a todos los integrantes de las familias humanas, con lo cual la Familia de Nazareth es fuente de salvación para los hombres.
Estas son, entonces, las dos razones por las que la Familia de Nazareth es el modelo y ejemplo insuperable de vida y santidad: porque es la Trinidad terrena y porque es fuente de eterna salvación.
En una época en la que la humanidad, llevada por la ideología de género, llama “familia” a uniones contrarias a la naturaleza humana –por ejemplo, las uniones formadas por dos varones, dos mujeres, dos transexuales, o uniones en las que el hijo se obtiene por FIV y alquiler de útero, etc.-, es más imperioso que nunca, por el bien y la supervivencia misma de la raza humana, no solo dejar de lado de manera categórica a la ideología de género, sino tomar como único ejemplo de modelo familiar, de vida y santidad, a la Sagrada Familia de Nazareth.


viernes, 22 de diciembre de 2017

Natividad del Señor


(Misa de medianoche - Ciclo B - 2017 – 2018)

         En la conmemoración litúrgica del Nacimiento del Salvador, la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia canta el misterio del Pesebre de Belén, citando el Evangelio de Juan: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros y hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad”[1]. En este párrafo del Evangelio, está concentrado el increíble, asombroso, inimaginable misterio que se esconde en el Pesebre de Belén: el Niño del Pesebre es el Logos, es decir, el Verbo del Padre, la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, el Hijo de Dios, que procede del Padre no por creación sino por generación, que posee el mismo Acto de Ser divino del Padre y la misma naturaleza divina que la del Padre. El Evangelista Juan es representado con un águila porque, al igual que el águila, que se eleva en vuelo hacia el cielo y mira fijamente al sol, así el Evangelista Juan contempla, elevada su mirada a lo sobrenatural por el Espíritu Santo, al Verbo de Dios, el Sol de justicia, que procede del Padre desde la eternidad, y es a esto a lo que se refiere cuando dice: “El Logos”. Pero de igual manera a como el águila, estando en el cielo, mira hacia abajo, hacia la tierra, así también el Evangelista Juan, luego de contemplar al Verbo en el seno del Padre, lo contempla, a ese mismo Verbo, en el Niño de Belén, es decir, a Dios Hijo encarnado, a Dios, Espíritu Puro, que se carne, y es a esto a lo que se refiere cuando dice: “El Logos se hizo carne y habitó entre nosotros”. El Logos, el Verbo de Dios, Dios Invisible y Espíritu Puro, se hace carne, toma un cuerpo y un alma humanos y se manifiesta visible y sensiblemente a los hombres, en la tierra, y vive con ellos, habita con ellos –para luego vivir en ellos, por la gracia-. Debido a que el Niño de Belén es Dios Hijo, y Dios es Gloria Increada, la gloria de Dios se hace visible en el Niño de Belén, y así la gloria de Dios, que permanecía oculta e inaccesible a los ojos humanos, ahora se hace visible, porque quien contempla al Niño de Belén, contempla la gloria de Dios: “hemos visto su gloria, gloria como de Unigénito del Padre”. Pero además de ser la Gloria Increada, el Niño de Belén es la Gracia Increada y la Verdad Suprema y Absoluta de Dios: “lleno de gracia y de verdad”. Y en el día de Epifanía, la Iglesia Esposa se aplica a sí misma estos versículos de los Profetas: “Levántate y resplandece, Jerusalén, que ya se alza tu luz, y la gloria del Señor alborea para ti, mientras está cubierta de sombras la tierra y los pueblos yacen en las tinieblas. Sobre ti viene la aurora del Señor, y en ti se manifiesta su gloria” (Is 60, 1ss).
         Es decir, mientras el Evangelista Juan proclama que la gloria de Dios se ha hecho carne y es esta gloria de Dios la que la Iglesia contempla en el Pesebre de Belén, el Profeta Isaías proclama a su vez que esta gloria de Dios, que es el Niño de Belén, ilumina con su resplandor a la Iglesia, mientras que el mundo permanece “en tinieblas” y en “sombras de muerte”. En Navidad, la Iglesia celebra que la Gloria de Dios, Dios Hijo, se ha encarnado, se ha manifestado como Niño y con su luz ha iluminado la Iglesia y el mundo, desde el Portal de Belén, iniciando ya con su Nacimiento su victoria total sobre las tinieblas. Pero para nosotros, que vivimos alejados en el tiempo y en el espacio del Nacimiento de Belén, también se nos hace posible contemplar la gloria eterna del Padre, encarnada en el Niño de Belén, porque por medio del misterio de la liturgia eucarística de la Santa Misa de Nochebuena, la Iglesia hace “memorial” del Nacimiento, pero no una memoria psicológica, sino una memoria que hace presente aquello que evoca en el recuerdo, y es el misterio del Nacimiento del Señor Jesús en el Portal de Belén. En cada santa Misa y sobre todo en la Santa Misa de Nochebuena, se actualiza el misterio del Nacimiento del Señor, por el poder del Espíritu Santo, de manera que podemos decir que, al contemplar la Eucaristía, contemplamos el misterio de la gloria de Dios, Cristo Jesús, que si a los pastores aparecía bajo el velo de la humanidad, a nosotros se nos aparece bajo el velo de las especies sacramentales. La Santísima Virgen y San José contemplaron la gloria de Dios en el Niño Jesús, en la Noche Santa de Navidad, en el Portal de Belén; nosotros contemplamos esa misma gloria de Dios, Cristo Jesús, en el Nuevo Portal de Belén, el Altar Eucarístico, en la Santa Misa de Nochebuena, la gloria que se oculta a los ojos del cuerpo, porque está velada por las especies sacramentales, pero que resplandece a los ojos del alma iluminados por la luz de la Fe. Por el misterio de la liturgia, nos encontramos ante el Niño Dios, Presente en la Eucaristía, así como la Santísima Virgen y San José se encontraron ante el Niño Dios la Noche Santa de Navidad. Entonces, al igual que ellos, que adoraron al misterio de Amor Divino que venía hacia ellos en forma de Niño, así también nosotros adoremos al misterio de Amor Divino que viene a nosotros como Pan de Vida eterna, como Eucaristía. Y alegrémonos con alegría celestial –alegrémonos con Dios, que es “Alegría infinita”[2]-, porque Dios Eterno ha nacido en el tiempo, se nos manifiesta como Niño recién nacido, para que lo recibamos en nuestros corazones y una vez allí, lo amemos y adoremos en el tiempo, como anticipo del amor y la adoración que esperamos, por su Misericordia, tributarle por la eternidad.




[1] Cfr. Jn 1, 14; Resp. XII de la Vigilia; cit. Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid 1964, 199.
[2] Cfr. Santa Teresa de los Andes.

Solemnidad de la Natividad del Señor


"Adoración de los Magos"
(Matthias Stormer, Siglo XV)

(Ciclo B - 2017 – 2018)

         La Iglesia celebra con una solemnidad el Nacimiento de Jesucristo. ¿Cuál es la razón? ¿Por qué la Iglesia celebra el nacimiento de un niño y lo celebra con tanta solemnidad? La razón es que el Niño de Belén no es un niño más; ni siquiera es un niño al que se pueda decir que es el más santo entre los santos, porque el favor de Dios está con él más que con ningún otro niño santo. ¿Quién es Jesucristo, el Niño de Belén? La respuesta la encontramos, sobre todo, en el prólogo del evangelio según San Juan: es el Verbo del Padre y por lo tanto es Dios de Dios; es Luz de Luz; es el Dador del Espíritu Santo, junto al Padre; es el Creador del universo visible e invisible; es la Sabiduría del Padre; es el Verbo hecho carne. Es el Mensajero prometido en el Antiguo Testamento que trae la paz y la salvación a los hombres; es el Mesías, el Redentor, el Salvador del género humano. El Niño de Belén, Jesucristo, es el Verbo contemplado por San Juan, en su vuelo de águila que se eleva al sol, como habitando en el seno de Dios y siendo Dios desde la eternidad, pero que también como el águila ve, desde el cielo, hacia abajo, es el Verbo de Dios hecho carne, que viene a poner su tienda entre los hombres, uniendo a su Persona divina una naturaleza humana, para luego ofrendarla en sacrificio, en la cruz, por la salvación del género humano. Jesucristo es la Palabra eternamente pronunciada por el Padre, Palabra que es Sabiduría divina, Luz divina, Amor divino, Misericordia y Justicia divinos, que siendo Dios invisible, al adquirir un cuerpo se hace visible, naciendo como Niño en Belén. El Niño de Belén es la Palabra eterna del Padre, Espíritu Puro, que se reviste de carne, para ser vista y contemplada por los hombres. El Niño de Belén, Jesús de Nazareth, es la Palabra de Dios hecha carne, y se reviste de carne para luego ofrecer su humanidad santísima como sacrificio agradable al Padre en la cruz. El Niño de Belén es Dios eterno entrado en el tiempo, que viene para conducir al vértice espacio-tiempo de los hombres a la eternidad divina, porque a partir de su Encarnación, toda la historia humana y todo el tiempo humano es penetrado e invadido por la eternidad y se dirige hacia su consumación, en el Día del Juicio Final, hacia la eternidad. Él es la plenitud de la Revelación divina y en su humanidad está contenida la plenitud de la divinidad, por eso es que, apareciendo como Niño, la Iglesia lo adora, porque la carne y el alma, la humanidad de ese Niño, es la carne y el alma, la humanidad de Dios. El Niño de Belén es la Vida Increada y la Luz del mundo, porque Él es Luz eterna que proviene de la Luz eterna, que es el Padre, y es por eso que, quien se acerca al Niño de Belén, recibe la Vida divina y la Luz celestial que del Ser trinitario de este Niño Divino brotan, como de su fuente inagotable. El Niño de Belén es Dios y Señor del mundo, de los ángeles y de los hombres; es el Castigador de los ángeles y hombres rebeldes e impenitentes, a la vez que es, en Sí mismo, el Premio inimaginable de dicha, gozo y alegría eternos, para quienes aman a Dios y a su Ley de Amor.
         El Niño de Belén es el Vencedor Victorioso de los tres enemigos mortales de la humanidad: el Demonio, el Pecado y la Muerte, porque a todos los vence, de una vez y para siempre, en la Cruz del Calvario, iniciando ya su triunfo con su Nacimiento en Belén, y es por eso que el Belén tiene que ser contemplado a la luz del Calvario, porque es su inicio, como así también el Calvario debe ser contemplado a la luz del Pesebre de Belén, porque el Calvario es la culminación del sacrificio perfecto que comienza en la Encarnación y en el Nacimiento de Belén.
         El Niño de Belén es el Salvador, la Vida y la Luz de los hombres, pero no una luz efímera y creada: Él es la Luz Increada y la Vida Increada, que ilumina nuestras tinieblas y nos concede la participación en su vida divina por medio de la gracia santificante. El Niño de Belén es la Vida y la Luz para la humanidad entera. Es el que revela al Padre, Él y solo Él: “A Dios nadie le ha visto jamás, el Hijo unigénito, que está en el seno del Padre, nos lo ha revelado”. Él es el Camino que conduce al Padre, es la Verdad de Dios Uno y Trino, es la Vida Increada que se dona a los hombres para que los hombres tengamos vida eterna.
La Iglesia celebra el Nacimiento del Niño de Belén con una solemnidad, porque el Niño que nace milagrosamente de María –como un rayo de sol atraviesa un cristal, dejándolo intacto antes, durante y después de atravesarlo, dicen los Padres de la Iglesia- es Dios Hijo, es decir, es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad que se encarna y nace como Niño humano, sin dejar de ser lo que Es: Dios de majestad infinita.
Pero algo que debemos considerar es que el recuerdo o memorial que hace la Iglesia no se reduce a un recuerdo o memorial de carácter psicológico, como cuando alguien trae a la memoria a un ser querido, ya que en este caso aquello que es recordado permanece en el recuerdo, en el tiempo pasado, sin hacerse presente en la realidad con su actus essendi, con su acto de ser. En otras palabras, aquel que es recordado, es recordado solo en la memoria, pero de ninguna manera ese recuerdo “trae” al aquí y ahora lo que se recuerda. Por el contrario, la Iglesia, por medio de la liturgia eucarística de la Santa Misa, y por el poder del Espíritu Santo que en ella actúa, aquello de lo que se hace memoria –de modo particular, en la Santa Misa de Nochebuena-, se hace real y verdaderamente presente, con su Acto de Ser –divino- sobre el altar eucarístico. Dicho en otras palabras, por la liturgia eucarística, es como si la Iglesia “viajara en el tiempo” y se trasladara hasta el Portal de Belén, en el Nacimiento del Señor, o que el Nacimiento del Señor se hiciera presente, en el altar eucarístico, en nuestro “aquí y ahora” de nuestra temporalidad y espacialidad, es decir, vivimos en la actualidad de nuestro siglo XXI una realidad acontecida hace XXI siglos.
         Esta es la razón por la cual, en la Santa Misa de Nochebuena, en la consagración, la Iglesia se postra en adoración, al igual que los Pastores ante el Niño de Belén, porque ese mismo Niño es que el que está en la Eucaristía, como habiendo pasado ya por su misterio pascual de muerte y resurrección. Esa es la razón por la cual la Iglesia ofrenda, al igual que los Reyes Magos ofrendaron al Niño Dios incienso, mirra y oro, el incienso de la oración, la mirra de la adoración y el oro del amor, a Jesús Eucaristía, porque Jesús Eucaristía es el mismo Dios Hijo encarnado, nacido milagrosamente en Belén, que renueva y actualiza, por el poder del Espíritu Santo, su Nacimiento milagroso de las entrañas virginales de María Santísima.

Por lo tanto, lo que importa en Navidad, no es “quién es para mí” Jesucristo, sino quién es Jesucristo según el Magisterio de dos mil años de la Iglesia y según la Iglesia, su Magisterio y su Tradición, junto con las Escrituras, el Niño de Belén es Dios hecho Niño, sin dejar de ser Dios, que prolonga su Encarnación y Nacimiento en la Eucaristía. Por lo tanto, si es Dios, sus Mandamientos –entre otros, cargar la cruz, perdonar siempre, amar al enemigo-, deben ser la luz de mi vida y la guía de mis pasos, de lo contrario, frustraremos el designio de salvación de Dios sobre nosotros. Que nuestros corazones sean como otros tantos Portales de Belén para que el Niño Dios, llevado allí por la Virgen, nazca en ellos y los colme de su luz, de su paz, de su vida y de su gloria.

jueves, 14 de diciembre de 2017

“Juan vio a Jesús (…) y dijo: “....A éste me refería yo cuando dije: -Detrás de mí viene uno que (…) existía antes que yo”


(Domingo III - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)

“Juan vio a Jesús (…) y dijo: “....A éste me refería yo cuando dije: -Detrás de mí viene uno que (…) existía antes que yo Juan” (cfr. Jn 1, 6-8.19-28). Es importante saber quién es aquel a quien Juan el Bautista precede y señala como el Mesías, porque es el mismo que ha de venir para Navidad y es el mismo que ha de venir al Fin de los tiempos. La pregunta acerca de “quién es”, es fundamental, porque no es lo mismo, en absoluto, si se trata de un simple hombre, santificado por la gracia de Dios que obra en él, o de alguien que es más que un hombre santo, porque es la Gracia Increada en sí misma.
¿Quién es, entonces, aquel a quien Juan el Bautista señala, el que ha de venir, por el misterio de la liturgia, para Navidad, como un Niño, el que vendrá al Fin de los tiempos para juzgar a la humanidad? Aquel a quien señala Juan –dice la Liturgia Latina[1]-, “existe –ES- antes que él, porque es Dios Eterno, Dios Tres veces Santo, encarnado en una naturaleza humana; es el Hombre Jesús de Nazareth, que es Dios Hijo Eterno del Padre al mismo tiempo, porque ha unido a su Persona divina, hipostáticamente, a esa naturaleza humana, en el momento de la Concepción y Encarnación por el Espíritu Santo, convirtiendo la Humanidad de Jesús de Nazareth en la Humanidad Santísima del Verbo de Dios.
Aquel a quien señala el Bautista, que a los ojos del cuerpo parece un hombre como todos los demás, es Jesús de Nazareth, la Sabiduría Eterna de Dios, que brotando de los labios del Altísimo, desde toda la eternidad, abarca los cielos eternos y todo lo ordena con firmeza y suavidad, mostrándonos en Él mismo la salvación, porque Él es el único Camino de salvación que conduce al seno eterno del Padre.
Aquel a quien señala el Bautista, que a los ojos de los hombres nació como un Niño en Belén, es el Hijo de María Virgen, el Hijo de Dios, la Sabiduría del Dios Altísimo encarnada y manifestada a los hombres como Niño Dios, que en el Pesebre abre los brazos en cruz, para indicarnos el camino de la salvación, la Santa Cruz de Jesús.
Aquel a quien señala el Bautista es el Dios Altísimo, Adonai, el Pastor Eterno de la Casa de Israel, la Puerta de las ovejas, que guarda a las almas de los hombres de las garras del Lobo infernal; es el Que Es, Yahvéh, el Dios que se manifestó a Moisés en la zarza ardiente en el Sinaí para darle su Ley; es el Dios que con su gracia graba a fuego la Ley de Dios en nuestras almas, y es el Dios al que le imploramos que nos salve con el poder de su brazo.
Aquel a quien señala el Bautista, cuyo Nacimiento en Belén es conmemorado por la Iglesia en Navidad por medio de un memorial litúrgico que hace presente el misterio pascual recordado, es “el Renuevo del tronco de Jesé”, el Rey de reyes y Señor de señores, que se eleva sobre la Cruz como un signo para los pueblos, ante quien “los reyes enmudecen y cuyo auxilio imploran las naciones”, y al cual suplicamos, desde lo más profundo de nuestras almas: “¡Ven a librarnos, Señor Jesús, no tardes más!”.
Aquel a quien el Bautista señala es “el Alfa y el Omega, el Principio y el Fin, el que estaba muerto en el sepulcro por tres días, pero ahora vive, glorioso y resucitado para siempre; es la “Llave de David y el Cetro de la casa de Israel”, el que abre las puertas del Cielo con su Sangre y nadie puede cerrar; el que cierra las puertas del Infierno con su Cruz y nadie puede abrir; es Aquel a quien le imploramos, por su gran misericordia, que venga a librarnos a los hombres, que vivimos “cautivos en tinieblas y en sombra de muerte”.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Sol que nace de lo alto”, Jesucristo, Sol de justicia, “Resplandor de la luz eterna” del Padre; Luz de Luz, que irradia la luz de su gloria desde la Eucaristía y como un sol de gracia infinita, ilumina la oscuridad de las mentes y corazones de quienes se postran ante Él en la adoración eucarística.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Rey de las naciones y Deseado de los pueblos, Piedra angular de la Iglesia”, que con su Cruz derriba el muro de odio que separa a los pueblos entre sí desde el pecado de Adán y Eva, y con su Sangre hace de los enemigos irreconciliables, hijos adoptivos de Dios que se unen a su Cuerpo Místico por el Divino Amor, el Espíritu Santo; es el que convierte al hombre, formado del barro de la tierra, en templo del Espíritu Santo y morada de Dios Uno y Trino.
Aquel a quien el Bautista señala es el “Emmanuel”, Dios con nosotros, Dios venido al mundo como Niño, que prolonga su Encarnación en su Venida Eucarística, para comunicarnos de su gracia y de su vida eterna; es el Rey y Legislador nuestro”, la esperanza de las naciones y el Salvador de los pueblos, al cual imploramos suplicantes: “¡Ven a salvarnos, Señor Dios nuestro, Tú que habitas en el Cielo, en la Cruz y en la Eucaristía”.
Aquel a quien el Bautista señala, como Quien Es desde toda la eternidad, es el mismo que, con su Cuerpo glorioso y resucitado, con su Sangre Preciosísima, con su Alma Santísima, con su adorabilísima Divinidad y con todo el Amor de su Sagrado Corazón, está Presente en Persona, con su Acto de Ser divino trinitario, en la Eucaristía, y Es a Quien la Iglesia, cuando el sacerdote hace la ostentación de la Hostia recién consagrada y la muestra al Nuevo Pueblo Elegido, lo llama: “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Jesús en la Eucaristía es Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, que borrándonos los pecados al precio de su Sangre Preciosísima, nos concede la gracia de la divina filiación por el Bautismo sacramental, la misma filiación divina con la cual Él es Dios Hijo desde toda la eternidad. Así como en el desierto Juan el Bautista dio testimonio de Jesús de Nazareth, el Cordero de Dios, así nosotros estamos llamados a dar, en el desierto de la vida y de la existencia humana, testimonio de Jesús Eucaristía, el Cordero de Dios.



[1] Cfr. Liturgia latina, Antífonas del Magníficat de los días 17 al 23 de diciembre. Referencias bíblicas: Dt 8, 5; Prov 8, 22s; Hb 1,4; Éx 20; Is 11, 10; 52, 15; 22, 22; 42,7; Lc 1, 78; Mal 3, 20; Ag 2, 7 Vulg; Is 28, 16; Ef 2, 14; Gn 2,5; Is 7, 14.

viernes, 8 de diciembre de 2017

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”


(Domingo II - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)

“Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos” (Mc1, 1-8). Juan el Bautista anuncia la Llegada del Mesías y la necesidad, por lo tanto, de preparar el corazón para esta venida, siendo por lo tanto la conversión el eje central de su prédica. Es a la conversión del corazón a lo que el Bautista hace referencia, cuando dice: “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Como último profeta del Antiguo Testamento, que precede inmediatamente al Mesías, el Bautista sabe que el Mesías ya está entre los hombres, pero para poder recibirlo, a Él y a su Evangelio, el alma debe purificarse de todo lo malo, de todo lo mundano, de todo lo que la separa de Dios. Dios es santidad infinita e increada, el hombre es “nada más pecado”, por lo que, para recibir al Mesías, Fuente de la santidad, el hombre debe despojarse del pecado, de ahí la insistencia del Bautista acerca de la necesidad de conversión del corazón.
El corazón sin convertir es como el girasol durante la noche: así como el girasol está inclinado hacia el suelo, con su corola cerrada, así el corazón sin la conversión, está cerrado a la gracia divina, al tiempo que está apegado a las cosas de la tierra. El corazón sin conversión, aun si viene a Misa, comulga, se confiesa, es un corazón apegado a su propio juicio y no al juicio y a los Mandamientos de Cristo; es un corazón que piensa solo en las cosas terrenas, mundanas y carnales, sin pensar nunca en la vida del espíritu y en la eterna bienaventuranza que espera a los buenos, más allá de esta vida. Es así que su corazón es sinuoso, porque vive en la mentira y el engaño; presenta valles y montañas, es decir, se deja llevar por la pereza espiritual y por la soberbia, los dos grandes pecados de los cuales surgen todos los demás pecados y todos los vicios del hombre. El tiempo de Adviento es por lo tanto tiempo propicio para la conversión del corazón, para que el corazón, despegándose de las cosas terrenas, eleve su mirada al cielo, así como el girasol, cuando despunta la Estrella de la mañana anunciando la llegada del sol y del nuevo día, así el corazón, con la intercesión de María, Estrella de la mañana, Mediadora de todas las gracias, recibiendo la gracia de la conversión, eleve su mirada al cielo, en donde resplandece Jesús Eucaristía, Sol de justicia. Y de la misma manera a como el girasol sigue al sol en su movimiento sobre el cielo, así el alma no debe dejar de contemplar a ese Sol del cielo, que es Jesús Eucaristía, por medio de la adoración eucarística.
Entonces, durante la segunda semana de Adviento, la liturgia nos invita al arrepentimiento y al cambio de vida –dejar de vivir como hijos de las tinieblas para vivir como hijos de la luz, o bien dejar de vivir en la tibieza, para vivir en el fervor de la santidad-, por medio del llamado del Bautista: “Preparen el camino, Jesús llega”. El Mesías que viene es Dios Tres veces Santo, por eso el alma debe santificarse para su venida y el movimiento previo a la santificación es la conversión, es decir, el desapegarse de esta vida terrena, para elevar la vista del alma a Jesús en la Cruz y en la Eucaristía. Es para la preparación de esta Venida de Dios, que la Iglesia destina el tiempo de Adviento[1].
Al hablar del Adviento, San Cirilo de Jerusalén decía: “Anunciamos la venida de Cristo, pero no una sola -dice-, sino también una segunda, mucho más magnífica que la anterior”. Y continúa con la contraposición de estas dos venidas: “En la primera venida fue envuelto con pajas en el pesebre; en la segunda se revestirá de luz como vestidura. En la primera soportó la cruz, sin miedo a la ignominia; en la otra vendrá glorificado y escoltado por un ejército de ángeles”. Para estas dos venidas o advientos –para la conmemoración litúrgica de la primera, es decir, Navidad, y para esperar la Segunda Venida en la gloria-, necesitamos convertirnos, aunque también necesitamos convertirnos para un “tercer adviento”, que sucede de modo milagroso, en cada Santa Misa. Veamos en qué consiste este tercer adviento: parafraseando a San Cirilo, nosotros podemos agregar una tercera, intermedia, que se da en la Eucaristía: allí, Jesús viene desde el cielo hasta el altar eucarístico; viene glorioso y resucitado, aunque misteriosamente, renueva también su sacrificio en la cruz; viene oculto en apariencia de pan, pero viene, porque eso que parece pan ya no lo es, porque es Él en Persona, el mismo Dios que vino en Belén, y el mismo Dios que vendrá al fin del mundo para juzgar a la humanidad, es el mismo Dios que viene a nosotros por la Eucaristía. Sobre el altar, Jesús renueva su sacrificio en cruz, pero lo que comemos no es la carne de su Cuerpo muerto en el Calvario, sino la carne gloriosa y resucitada de su Cuerpo glorioso en el Día Domingo; baja al altar rodeado de la corte celestial de ángeles y santos, corte a cuya cabeza está la Reina de cielos y tierra, María Santísima. Para esta Venida Intermedia, en la Eucaristía, también necesitamos convertirnos y vivir en gracia, única forma en que recibiremos al Señor de forma digna y con el amor que Él se merece, en nuestros corazones.
  “Preparen el camino del Señor, allanen sus senderos”. Por último, ¿de qué manera cumplir con el pedido del Bautista, de “allanar los senderos” para el Señor que viene? ¿Qué es lo que debemos hacer en el Adviento, de modo tal que nuestras almas sean capaces de vivir una Navidad cristiana y no pagana, es decir, una Navidad en donde el centro es Papá Noel, lo que importa es la comida y los regalos y no el esperar y recibir a Dios hecho Niño? Para vivir un Adviento de modo tal de preparar adecuadamente el espíritu para la Venida del Señor y evitar así una Navidad pagana, debemos meditar con viva fe y con ardiente amor el gran beneficio de la Encarnación del Hijo de Dios, es decir, debemos recordar que la Navidad no es lo que nos dicen los medios, sino lo que nos enseña la Iglesia: la conmemoración y el memorial, por la liturgia eucarística, de la Primera Venida del Redentor; reconocer nuestra miseria y la suma necesidad que tenemos de Jesucristo y por lo tanto, la necesidad que tenemos de hacer penitencia, para reparar nuestros pecados y los de nuestros hermanos; suplicarle a María Santísima que convierta a nuestros corazones en otros tantos pesebres, en donde el Señor venga a nacer y crecer espiritualmente en nosotros con su gracia; prepararle el camino con obras de misericordia, con oración y frecuencia de los Santos Sacramentos; meditar y reflexionar en la Verdad de Fe que significa su Segunda Venida, en la cual no vendrá como Dios Misericordioso, sino como Justo Juez, y para ese entonces, deberemos tener las manos llenas, no de oro y plata, sino de obras meritorias para el cielo, así como el corazón con amor a Dios y al prójimo, de manera tal que podamos atravesar el Juicio Particular y el Juicio Final, para poder pasar a gozar del Reino de Dios.



[1] En cuanto tiempo litúrgico, el Adviento se divide en dos partes: Primera Parte del Adviento: desde el primer domingo al día 16 de diciembre, con marcado carácter escatológico, mirando a la venida del Señor al final de los tiempos; Segunda Parte: desde el 17 de diciembre al 24 de diciembre, es la llamada Semana Santa de la Navidad y se orienta a preparar más explícitamente a la conmemoración -por el misterio de la liturgia eucarística, que hace presente la realidad conmemorada- la Primera Venida de Jesucristo en las historia, su Nacimiento en Belén. Con respecto a qué tipo de venida, el Adviento se divide en cuatro “formas” de Adviento: Adviento Histórico: es la espera en que vivieron los pueblos que ansiaban la venida del Salvador. Va desde Adán hasta la Encarnación, abarca todo el Antiguo Testamento; Adviento Místico: es la preparación moral y espiritual, por la gracia, del hombre de hoy a la Venida del Señor. El hombre se santifica para aceptar la salvación que viene de Jesucristo; Adviento Escatológico: es la preparación a la llegada definitiva del Señor, al final de los tiempos, cuando vendrá para coronar definitivamente su obra redentora, dando a cada uno según sus obras. El término mismo “Adviento” admite una doble significación: puede significar tanto una venida que ha tenido ya lugar como otra que es esperada aún, es decir, significa presencia y espera. En el Nuevo Testamento, la palabra griega equivalente es “Parousia”, que puede traducirse por venida o llegada, pero que se refiere más frecuentemente a la Segunda Venida de Cristo, al día del Señor. 

viernes, 1 de diciembre de 2017

"Tengan cuidado y estén prevenidos, porque no saben cuándo llegará el momento"


(Domingo I - TA - Ciclo B - 2017 – 2018)

¿Qué es el Adviento? ¿Qué celebra la Iglesia Católica en Adviento? La palabra “Adviento” significa “venida” o “llegada”. Era utilizada entre los antiguos paganos para significar la venida o llegada de la divinidad. En el caso de la Iglesia Católica, el Adviento –el verdadero y único Adviento, que supera las sombras del paganismo- es esperar la “llegada” o “venida” de Jesús y aunque se coloca en el tiempo previo a la Navidad, implica no solo la preparación del alma y de la Iglesia para la conmemoración de la Primera Llegada del Redentor en Belén, sino que implica también la preparación del alma y de la Iglesia para la Segunda Venida en la gloria del Redentor.
         Es decir, el tiempo de Adviento es un doble tiempo de espera: de la Primera llegada o venida de Jesús, en el recuerdo y en la memoria litúrgica de la Iglesia, y de espera de la Segunda Venida en la gloria.
         Esto explica el tenor de las lecturas que se utilizan en este tiempo y explica también el sentido penitencial del tiempo de Adviento. En cuanto a las lecturas, la Iglesia se coloca en la posición de los justos del Antiguo Testamento, es decir, el ambiente espiritual es “como si” Jesús no hubiera venido todavía, porque se habla de las profecías mesiánicas, que anunciaban que el Redentor habría de nacer de una Virgen, como por ejemplo, en Isaías. Pero las lecturas también hablan de las profecías de Jesús acerca del final de los tiempos y por lo tanto de su Segunda Venida en la gloria (cfr. Mc 13, 33-37), porque el otro objetivo del Adviento es, precisamente, este, el de prepararnos para la Parusía, para la Segunda Venida de Jesús. A diferencia de la Primera Venida, que fue en lo oculto y sin que casi nadie se enterase –con excepción de su Madre, la Virgen, su Padre adoptivo y los pastores a los que los ángeles se lo comunicaron-, en la Segunda Venida, Jesús vendrá en el esplendor de su gloria y será visto por toda la humanidad de todos los tiempos.
Ahora bien, podemos decir que hay un tercer significado de Adviento y es el “Adviento” particular que se produce en cada Santa Misa, puesto que en ella, el Señor viene –en la realidad de su Ser divino trinitario y en la Segunda Persona de la Trinidad- oculto en cada Eucaristía, para habitar en nuestros corazones.
         Por este motivo, podemos decir que el Adviento tiene un triple significado[1]: recordar, litúrgicamente, el pasado, es decir, la Primera Venida, y esto implica celebrar y contemplar el nacimiento de Jesús en Belén. El Señor ya vino y nació en Belén. Esta fue su venida en la carne, lleno de humildad y pobreza. Vino como uno de nosotros, hombre entre los hombres. Esta fue su Primera Venida. Aunque debemos decir que, por la liturgia eucarística, el “recuerdo” no es un mero recuerdo psicológico, sino que es un recuerdo que actualiza el misterio que se recuerda.
Un ejemplo nos ayudará a entender: cuando recordamos con la memoria a un ser querido ausente, este recuerdo no lo trae “en persona” a este ser querido, por grande que sea el amor que le tengamos. En cambio la Iglesia, por el memorial de la Santa Misa, hace recuerdo de la Primera Venida –eso es “memorial”- y, de un modo misterioso pero no menos real, “trae” a nuestro hoy –o también, nos lleva a nosotros al “hoy” de hace veinte siglos- al misterio de la Primera Venida del Señor en el Pesebre de Belén. Por eso podemos decir que, por la Santa Misa, en Navidad, nos encontramos misteriosa pero realmente, de frente al Señor nacido milagrosamente de la Virgen hace veintiún siglos.
El segundo significado del Adviento es el de prepararnos, como Iglesia y como miembros del Cuerpo Místico de Cristo, para el futuro, es decir, prepararnos para la Parusía o Segunda Venida de Jesucristo en la “majestad de su gloria”. Como nos enseña el Catecismo, en ese entonces no vendrá como Dios misericordioso, sino como Rey de reyes y Señor de señores y como Juez de todas las naciones; toda la humanidad comparecerá ante su Presencia majestuosa, para recibir, los buenos –los que lucharon contra el pecado, procuraron vivir en gracia, obraron la misericordia, creyeron en su Nombre y trataron de vivir en la caridad de Cristo y todo a pesar de sus miserias personales-, el premio del Cielo, mientras que a los malos –los que no vivieron según los Mandamientos de la Ley de Dios, los que no fueron misericordiosos para con sus hermanos, los que no quisieron vivir con Dios en el cielo, los que no creyeron en la existencia del Infierno y dedicaron sus vidas a obrar el mal-, a esos, puesto que murieron impenitentes, les dará lo que quisieron, libre y voluntariamente, con su impenitencia, que es el Infierno. En este sentido, Adviento es la oportunidad para la preparación espiritual de quienes vivimos en este mundo, pero deseamos vivir en la eternidad, ante la Presencia del Cordero, y es en esa fe gozosa en la que esperamos su Segunda Venida gloriosa, Segunda Venida que nos traerá la salvación y la vida eterna sin sufrimientos.
El tercer significado es vivir el “Adviento presente” que significa la Venida o Llegada de Jesús en cada Eucaristía. En cada Eucaristía y traído por el Espíritu Santo, Jesús viene desde el cielo para llegar a nuestros corazones por la Comunión Sacramental, por eso podemos decir que cada Santa Misa o cada comunión, es un “adviento” personal, en el que el Señor Jesús viene al alma en gracia y que lo recibe con amor, para vivir en ella. Por la Eucaristía, el alma recibe a Jesús, el Niño Dios, que vino por Primera Vez, que es el mismo Jesús que vendrá por Segunda Vez. En este Adviento –el tercero, la Venida intermedia-, la Iglesia celebra el triunfo de la Cruz de Cristo, por la liturgia eucarística, en el tiempo de la humanidad, lo cual hace que el alma mire con amor y agradecimiento hacia el Primer Adviento, por el cual vino por primera vez para morir y triunfar en la Cruz, y que mire con esperanza y confianza al Segundo y definitivo Adviento, la Parusía, porque quien se abraza a la Cruz, nada ha de temer en el Día del Juicio Final.
Por último, el Adviento explica el color morado, que significa penitencia: así como los justos del Antiguo Testamento hacían penitencia para preparar sus almas para la Venida del Redentor, de la misma manera la Iglesia, que en cuanto preparación para la Navidad, vive “como si” el Señor no hubiera venido –aunque, obviamente, ya vino- y para ello, se purifica de las cosas mundanas y procura estar en gracia, de modo de recibir al Salvador con un espíritu humilde y contrito. La penitencia también es para la Segunda Venida, porque el cristiano que espera a Jesús, lo hace no como el siervo indolente, perezoso, que no espera la llegada de su señor y que por eso se emborracha y comienza a golpear a los demás, como en la parábola, sino que, como ama a su Señor que viene en la gloria, está “vigilante y atento, con la faja ceñida, con la lámpara encendida”, porque “no sabe ni el día ni la hora” en la que llegará su Señor, aunque sabe con toda seguridad que sí llegará, y es para recibirlo de la mejor manera, que lo espera así, haciendo penitencia, es decir, alejado del mundo y sus falsos espejismos y viviendo en la caridad cristiana. La penitencia, que es lo que simboliza el color morado del Adviento, es también para esa “Venida intermedia” que es la llegada de Jesús, desde el cielo, hasta la Eucaristía, para luego entrar en el alma: un alma impenitente, que no se arrepiente del mal hecho, que no pide perdón de sus faltas, que no manifiesta su deseo de vivir en gracia, cumpliendo los Mandamientos de Dios y frecuentando sus sacramentos, es un alma indigna de recibirlo en la Eucaristía.
El Adviento, entonces, es tiempo de preparación para la triple llegada del Señor; es tiempo además de esperanza, porque quien llega es el Salvador y el Redentor de la humanidad –viene para salvarnos del pecado, de la muerte y del demonio-; es tiempo de arrepentimiento de nuestros pecados –estamos bajo la ley de las consecuencias del pecado, la concupiscencia, la inclinación al mal, y lo único que nos libera de eso es la gracia santificante- y de deseo de vivir verdaderamente como hijos adoptivos de Dios. Como hemos dicho, el Adviento es tiempo de espera para la llegada del Señor, que es en realidad una triple llegada: el memorial que hace Presente su Primera llegada; el sacrificio de la Misa, que hace Presente, en Persona, al Dios que “ha de venir, que viene y que vendrá”; y la Segunda Venida en la gloria, para juzgar al mundo. En el Adviento, como Iglesia, nos preparamos para la Navidad y la Segunda Venida de Cristo al mundo, cuando volverá como Rey de todo el Universo, al tiempo que revisamos cómo es la preparación espiritual, interior, porque el cual recibimos a Cristo en su “Venida intermedia” en la Eucaristía. Es un tiempo de penitencia, oración y caridad, en el cual debemos revisar cómo es nuestra vida espiritual en relación a este triple Adviento del Señor en nuestras vidas, de manera de hacer el propósito de convertir el corazón al Dios que vino en Belén, que viene en cada Eucaristía, y que ha de venir al fin de los tiempos. Si no vivimos el Adviento de esta manera, con toda seguridad, viviremos una Navidad pagana y mundana, la misma Navidad de los sin Dios, que no esperan la Llegada de Cristo en su Gloria, no recuerdan con gozo su Primera Venida y no preparan sus almas por la gracia y el amor para la Venida intermedia, su Llegada Eucarística al corazón que lo ama. Adviento es tiempo de despertar del sueño de la concupiscencia y de estar vigiles y preparados, con las lámparas encendidas, para recibir al Señor que “vino, que viene y que vendrá”, como lo dice la iglesia ambrosiana: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin.: Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Estén encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Aleluya, aleluya”[2].






[1] Cfr. http://es.catholic.net/op/articulos/18239/el-adviento-preparacin-para-la-navidad.html
[2] Miss. Ambros, Último Domingo antes del Adviento, Transitorium. Cit. O. Casel, Misterio de la Cruz, 189.