sábado, 29 de diciembre de 2018

Fiesta de la Sagrada Familia



(Ciclo C - 2018 – 2019)

         Con el Nacimiento virginal del Niño Dios, el matrimonio meramente legal de María y José se convierte en una familia, la cual no es una familia más, sino la “Sagrada Familia”. Es “Sagrada” porque en esta familia de Nazareth todo es santo y todo en ella irradia santidad.
         La Sagrada Familia es santa porque el Padre del Niño, San José, es santo, porque él, en cuanto Padre adoptivo de Jesús, participa de la santidad de su Hijo, que es Dios, de manera particular y especialísima, en grados indeciblemente más altos de gracia que cualquier padre y cualquier santo de la tierra. San José no sólo es varón santo, casto, puro, virgen, sino que además es santo porque al ser Padre adoptivo de Jesús, participa de la paternidad divina de una manera única y especial, pues si bien la paternidad es una participación en la paternidad de Dios, el grado alcanzado por San José en su paternidad adoptiva sólo es superado por Dios Padre. Por esta razón, San José es modelo de santidad para todo varón, para todo esposo, para todo padre, porque él fue elegido por Dios Padre para cumplir su rol paterno en la tierra, sobre el Hijo de Dios encarnado.
         La Sagrada Familia es santa porque la Madre del Niño, María Santísima, es Virgen y Madre a la vez, porque al nacer el Niño, dejó intacta la virginidad de su Madre, ya que nació del mismo modo a como un rayo de sol atraviesa un cristal: así como el rayo de sol deja intacto al cristal, que sigue siendo el mismo antes, durante y después del paso del rayo del sol, así la Virgen Santísima, estando Ella arrodillada y al salir de la parte superior de su abdomen, no un rayo de sol, sino el Sol de justicia en sí mismo, Cristo Jesús, permaneció intacta en su virginidad, obteniendo el doble privilegio, jamás antes ni después concedido a creatura alguna, de ser Madre y Virgen a la vez. La Madre del Niño es Virgen y Madre y es la Mediadora de toda gracia que necesite alcanzar cualquier alma y por eso es santa y causa de santidad. La Virgen, la Madre de esta Sagrada Familia, es modelo y ejemplo insuperable para toda mujer, para toda esposa, para toda madre.
         Por último, la Sagrada Familia es santa porque el Niño de la Sagrada Familia no es sólo un niño santo, sino que es Dios Tres veces Santo, encarnado en el seno purísimo de María y nacido virginalmente en el Portal de Belén. Él Es la Gracia Increada y por lo tanto es la Santidad Increada en sí misma; el Niño de la Sagrada Familia es la Vida Increada; es la Gloria de Dios encarnada; es el Amor y la Misericordia Divinas que vienen a nuestro mundo en la forma de un niño humano. Nadie puede ser santo, si no lo santifica el Niño de Belén; nadie puede alcanzar ni el más pequeño grado de santidad, si no es por participación a la santidad del Niño del Pesebre; nadie puede ser santo, si el Niño Dios no le participa de su santidad, porque Él es la santidad en sí misma. El Niño Dios es modelo y ejemplo de santidad para todo niño, para todo joven, para todo hijo, que desee honrar a sus padres y alcanzar el cielo.
         Por estas razones, todo en la Familia es Santo y Sagrado, porque el Padre adoptivo y la Madre son santos y porque el Hijo de la Familia es Dios Tres veces Santo. Si quiere llegar al cielo, toda familia católica debe tener, por modelo y fuente de santidad, a la Sagrada Familia de Nazareth. En estos tiempos, en los que el mundo llama “familia” a cualquier clase de unión entre humanos, la Iglesia presenta a la Sagrada Familia como el único modelo posible de familia. Si el mundo, desafiando a Dios, presenta modelos mundanos de familias, para la Iglesia hay sólo un modelo posible de familia y es la Sagrada Familia de Nazareth.

jueves, 27 de diciembre de 2018

Día 5 de la Octava de Navidad



(Ciclo C - 2018 – 2019)

         Al inicio de su Evangelio, el Evangelista Juan contempla al Verbo de Dios junto al Padre y también ya como Verbo Encarnado y lo hace de una manera tal, que la descripción que hace del Verbo corresponde a la perfección con la escena del Nacimiento: “El Verbo estaba junto a Dios, era Dios, habitó entre nosotros y nosotros vimos su gloria, gloria como de Unigénito, lleno de gracia y de verdad” (cfr. Jn 1, 1-14). Es decir, la descripción que San Juan hace del Verbo de Dios corresponde al Niño de Belén: ese Niño de Belén es el Hijo de Dios; es el Verbo de Dios; es Dios en sí mismo; es la Segunda Persona de la Trinidad; habitó entre nosotros, en nuestra tierra, en nuestra historia y en nuestro tiempo, desde el instante mismo de la Encarnación y comenzó a ser visible a nuestros ojos a partir del Nacimiento milagroso y virginal del Portal de Belén. Cuando Juan dice: “Vimos su gloria, gloria como de Unigénito, lleno de gracia y de verdad”, esa descripción no le corresponde a nadie más que no sea el Niño de Belén, porque el Niño es el Unigénito del Padre y en cuanto posee el mismo Ser divino del Padre y la misma naturaleza divina del Padre, es Dios en sí mismo, “lleno de gracia y de verdad”, porque sólo Dios es la Gracia Increada y la Verdad Suprema y Absoluta. La Iglesia, cuando contempla al Niño de Belén, extasiada de gozo, adora a Dios hecho Niño, utilizando las palabras del Evangelista: “El Niño estaba junto a Dios, el Niño era Dios, el Niño habitó entre nosotros y nosotros vimos la gloria del Niño, gloria como de Unigénito, Niño Dios lleno de gracia y de verdad”.
También le corresponde al Niño de Belén otra frase del Evangelista Juan, que dice así: “La Vida se hizo visible, y nosotros la vimos y somos testigos, y les anunciamos la Vida eterna, que existía junto al Padre y que se nos ha manifestado” (cfr. 1 Jn 1,1-4). Antes de la Encarnación y el Nacimiento, Dios, que es la Vida Increada en sí misma, era invisible a los ojos de los hombres; a partir del Nacimiento, ese Dios que es la Vida divina en sí misma se hace visible y puede ser percibido por los ojos del hombre, ya que se manifiesta como Niño humano y por eso la Iglesia, al contemplar al Niño de Belén, dice así, parafraseando al Evangelista Juan: “El Dios que es la Vida se hizo visible como Niño y nosotros vemos a esta Vida divina en el Pesebre y en la Eucaristía y somos testigos ante el mundo que esta Vida que es Dios se hace visible en el Niño de Belén y se manifiesta en la Eucaristía, en donde el Niño prolonga y perpetúa su Encarnación y Nacimiento; nosotros, la Iglesia de Dios, contemplamos al Niño de Belén y lo adoramos en la Eucaristía y somos testigos de la Vida y la Gloria del Padre que se nos manifiesta como Niño en Belén y como Pan -que no es pan- en la Eucaristía”.

Día 4 de la Octava de Navidad



(Ciclo C - 2018 – 2019)

         Los primeros seres humanos en conocer la asombrosa noticia del Hijo de Dios fueron unos pastores que se encontraban cerca del lugar. Fueron avisados por los ángeles, quienes les dieron una señal, para que supieran que el Hijo de Dios había nacido: encontrarían a un niño recién nacido sobre un pesebre. Los pastores, personas humildes –no en el sentido de ser pobres materialmente, sino en el sentido de humildad de espíritu- y simples, no dudaron del anuncio de los ángeles y acudieron al Portal de Belén, encontraron al Niño como les había sido dicho y, postrándose ante el Rey del cielo, sostenido en brazos por la Virgen Madre, lo adoraron.
         Cuando se contempla con ojos humanos y mundanos, se tiende a menospreciar a los pastores: se trata de personas incultas, por lo general analfabetas –en esa época era excepcional la escolarización-, de condición económica escasa, cuya única ocupación eran su ganado y su familia. Es decir, vistos humanamente, se encuentran en uno de los estratos más bajos de la sociedad. Sin embargo, Dios los eligió a ellos para que fueran los primeros seres humanos –aparte de sus padres, la Virgen y San José, obviamente- en recibir la Buena Noticia, la Alegre Noticia del Nacimiento del Redentor. Y Dios los eligió no solo a pesar, sino a causa de su condición de seres de escasa instrucción humana y de baja condición económica. Dios los eligió a ellos no por ser pobres, sino por ser humildes, espiritualmente hablando, es decir, por poseer la virtud de la humildad, puesto que Dios “elige a los humildes y rechaza a los soberbios”. Esa humildad se tradujo en dos actitudes de los pastores: creyeron sin dudar el anuncio de los ángeles y, cuando llegaron al Pesebre, se postraron en adoración ante el Rey de reyes, nacido como un Niño humano. Si hubieran sido soberbios, es decir, si hubieran estado henchidos de conocimientos humanos, no habrían dado crédito al anuncio de los ángeles y no habrían acudido al Portal a encontrar y adorar al Niño.
         En nuestros días y a nosotros, personas del siglo XXI, no bajan ángeles desde el cielo para anunciarnos que viene el Redentor en Belén, Casa de Pan: es la Iglesia la que nos anuncia que el Redentor baja desde el cielo, en cada Santa Misa, para prolongar y continuar su Encarnación y Nacimiento como Niño Dios en la Eucaristía y así entregar su Cuerpo y su Sangre, que es Pan de Vida eterna. Frente a este anuncio, debemos preguntarnos si imitamos a los pastores en su humildad y damos crédito a lo que anuncia a la Iglesia –y por lo tanto, acudimos ante el altar eucarístico para postrarnos ante el Dios del cielo que viene oculto en las apariencias de pan, así como en Belén vino oculto en la naturaleza humana-, o bien, henchidos en nuestra vanidad y orgullo, pasamos por el alto el anuncio que nos hace la Santa Madre Iglesia.

miércoles, 26 de diciembre de 2018

Día 3 de la Octava de Navidad



(Ciclo C - 2018 – 2019)

         “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor” (Lc 2, 14). Los ángeles nos revelan qué es lo que sucede en Navidad: Dios es glorificado en el cielo y en la tierra los hombres a quienes Dios ama, reciben su paz. La paz de Dios desciende desde el cielo, porque Dios, que es la Paz en sí misma, ha bajado a la tierra en la humanidad de un Niño en el Portal de Belén. Dios ha venido desde el cielo a la tierra para traer su paz a los corazones de los hombres que, a causa del pecado, habían quedado enemistados con Dios y por lo tanto sin paz en sus corazones. La paz que los hombres se dan entre sí es solo ausencia de conflictos externos, ya que es imposible que el hombre pueda dar una paz interior. Sólo Dios puede dar la verdadera paz al hombre, la paz interior, espiritual, sobrenatural, que es la paz que sobreviene al hombre al serle removido aquello que le quitaba la paz, el pecado, y al serle concedido aquello que lo hace hijo de Dios y amigo de Dios, la gracia santificante. Solo Dios puede hacerlo porque solo Dios puede, con su Sangre, quitar el pecado y con su gracia, hacerlo partícipe de Sí mismo y de su paz. Para esto es que ha venido Dios como Niño en Belén y, en agradecimiento, los hombres debemos acudir a postrarnos ante Dios hecho Niño, para darle gracias por su infinito amor.
Porque Dios ha venido a traer su paz, los hombres lo debemos adorar y glorificar, pero ya no solo en cielo, en donde es la morada eterna de Dios, sino en el Portal de Belén, Casa de Pan, porque Dios ha venido a donarse a sí mismo como Pan de Vida eterna, la Eucaristía, que al contener en sí al Ser de Dios, contiene la Paz de Dios que brota de su Ser como de una fuente inagotable. La glorificación de Dios debe darla el hombre que recibe la paz de Dios, al Niño Dios que está en Belén y que está en el Nuevo Belén, el altar eucarístico.
“Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”. Si al nacer el Niño fueron los ángeles los que glorificaron a Dios y fueron los pastores quienes acudieron a recibir la paz que para el hombre traía Dios hecho Niño, es la Iglesia la que continúa, en el signo de los tiempos, la tarea de ángeles y pastores: por la Eucaristía, la Iglesia glorifica a Dios, ofreciéndole el Pan de Vida eterna; por el Sacramento de la Penitencia, la Iglesia concede el perdón de los pecados y le otorga al hombre la paz de Dios.

martes, 25 de diciembre de 2018

Día 2 de la Octava de Navidad


"La adoración de los Reyes Magos"
(Roger van der Weyden)


(Ciclo C – 2019)

          Dios Hijo, encarnado por obra del Espíritu Santo en el seno virginal de María Santísima, luego de permanecer nueve meses en el vientre materno, nace milagrosamente en el Portal de Belén, dejando intacta la virginidad de su Madre, quien es para siempre Virgen y Madre de Dios. La Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios constituyen, para la Humanidad, el hecho más trascendente en toda su historia, de manera que no habrá, hasta el fin de la historia humana, es decir, hasta el Día del Juicio Final, un hecho más importante y trascendente que éste.
          ¿Qué significan la Encarnación y el Nacimiento del Hijo de Dios?
El ingreso del Hijo de Dios como Niño humano en el tiempo y su Nacimiento en el Portal de Belén significa el inicio del fin para el imperio de las tinieblas y señala el principio del fin para el reinado del Príncipe de las tinieblas, Satanás, quien tenía cautiva a la humanidad desde la expulsión de Ada y Eva del Paraíso a causa del pecado original, porque ese Niño del Pesebre de Belén es el Mesías, quien vencerá a Satanás para siempre con su sacrificio en cruz en el Calvario.
El ingreso en el tiempo humano del Dios Eterno, el Verbo del Padre, y su Nacimiento como Niño humano en el Pesebre, hace dos mil años, significa para el hombre –para toda la humanidad, desde Adán hasta el último hombre nacido en el Día del Juicio Final- el fin del dominio de la muerte y el comienzo de una nueva vida, la vida de la gracia, que es participación a la vida de Dios Trino en el tiempo y glorificación del alma y del cuerpo en la vida eterna, para quien salva su alma e ingresa en el Reino de los cielos; significa el fin de la muerte, que domina a la humanidad desde la caída de Adán y Eva, porque el Niño de Belén, que es el Dios de la Vida y la Vida Increada en sí misma, ha venido para no solo derrotar a la muerte para siempre con su muerte sacrificial en cruz, sino para donar al hombre su misma vida divina, participada en el tiempo por la gracia santificante que se comunica por los sacramentos, y vivida en plenitud en la gloria del Reino de Dios, en la vida eterna.
La Encarnación y Nacimiento del Logos, la Sabiduría del Padre, que siendo engendrada en la eternidad, crea un cuerpo y un alma para unirlos a su Persona Santísima, la Segunda de la Trinidad, y así nacer como Niño humano en el tiempo, en el Portal de Belén, significa el fin del dominio del pecado sobre el hombre, pecado que se comunica por la generación humana y que desde la caída de Adán y Eva corrompe e infecta todo ser humano nacido bajo el sol, porque el Niño Dios, que es la Gracia Increada y la Santidad en sí misma, ha venido a esta tierra y ha ingresado en nuestras historia personal para destruir el pecado al precio de su Sangre Preciosísima derramada en la cruz, para limpiar nuestras almas de la mancha infecta del pecado, para lavar para siempre la inmundicia del pecado que contamina nuestras almas desde que somos engendrados y para además comunicarnos, con su Sangre Preciosísima derramada sobre nuestras almas en el Bautismo y en cada sacramento, sobre todo el sacramento de la Penitencia, su misma santidad, su misma filiación divina, para que libres de la  mancha del pecado, seamos convertidos en hijos de Dios, en templos del Espíritu Santo y en morada de la Santísima Trinidad.
Cuando contemplemos al Niño del Pesebre, meditemos acerca de su significado y, postrados ante el Niño Dios, lo adoremos y le demos gracias por su Encarnación y Nacimiento, porque no hubo, no hay y no habrá, por los siglos de los siglos, un hecho más trascendente para la humanidad que la Navidad que la Iglesia celebra, extasiada de gozo y alegría.

Día 1 de la Octava de Navidad


"La adoración de los Reyes Magos"
(Gentile da Fabriano)


(Ciclo C – 2019)

          La Iglesia considera a la Nochebuena y Navidad como eventos tan importantes, que extiende su festejo litúrgico a lo largo de toda la semana, considerando a la semana como un gran domingo extendido durante siete días, lo cual quiere decir prolongar, durante siete días, la alegría propia del día Domingo, que es el Día del Señor. Pero, ¿qué es lo que ha sucedido en Nochebuena y Navidad, como para que la Iglesia adopte esta medida tan festiva y jubilosa?
          Para saberlo, es necesario contemplar el Pesebre con los ojos del alma iluminados con la luz de la santa fe católica, puesto que si lo contemplamos con los solos ojos del cuerpo y con la sola luz de la razón humana, jamás encontraremos el significado y sentido último de la alegría de la Iglesia por Nochebuena y Navidad.
          Ante todo, contemplemos a las tres personas que aparecen en el centro del Portal de Belén: la Virgen, San José y el Niño. Visto de una manera superficial, la imagen recuerda la de cualquier familia palestina del siglo I de nuestra era, que se reúne en torno a su primogénito recién nacido: una joven madre, vestida a la usanza de Palestina de esos días, que mira con amor a su hijo; un padre, mayor que ella, que también contempla con amor y alegría a su hijo; finalmente, el niño, que por ratos llora por el frío, por ratos llora de hambre, solicitando la lactancia de su madre, por ratos abre sus bracitos y sonríe, extendido en su pobre cuna compuesta por unas tablas de madera y un poco de paja entremezclada con alfalfa. Esto es lo que nos dicen los ojos del cuerpo y la luz de la razón. Es decir, esta información es la que obtenemos cuando no tenemos la luz de la santa fe católica.
          Cuando contemplamos el Pesebre a la luz de nuestra santa fe católica, las cosas cambian substancialmente.
          La madre del niño no es una madre más entre tantas: es la Santa Madre de Dios, María Santísima, que luego de llevar en su seno virginal al Hijo de Dios en Ella encarnado, dio a luz al Verbo Eterno del Padre encarnado, milagrosamente, puesto que el Niño nació de Ella así como la luz del sol atraviesa el cristal y así como la luz del sol deja al cristal intacto antes, durante y después de pasar a través de él, así el Hijo Eterno del Padre, naciendo como Luz de Luz en forma de Niño humano, dejó intacta la virginidad de su Madre, quien por este milagro de la omnipotencia divina, al mismo tiempo que se convertía en Madre de Dios, continuaba siendo Virgen y continúa siendo Virgen, por los siglos sin fin.
          El padre del Niño no es, en realidad, su padre biológico, sino su padre adoptivo, pues fue elegido, a causa de su pureza, su castidad, su virginidad, su humildad y sencillez, por Dios Padre, para que ejerciera en la tierra como un Vicario suyo de su paternidad celestial. Es decir, el Niño, que es Dios Hijo, no fue creado, sino que fue engendrado desde la eternidad en el seno de Dios Padre, recibiendo desde la eternidad, de Dios Padre, su Ser y su Naturaleza divinas, por lo que comparte con Dios Padre el Acto de Ser divino y la Naturaleza divina. El padre del Pesebre, San José, no es el padre biológico del Niño, sino su padre adoptivo, aunque cuida del Niño con el amor mismo de Dios Padre, el Espíritu Santo, ya que San José está lleno del Amor de Dios, el Espíritu Santo.
          El Niño, que es un recién nacido e Hijo Único y Primogénito de la Virgen y San José, no es un niño humano entre tantos, sino que es Dios Hijo encarnado; el Niño es el Logos eterno del Padre, pronunciado desde la eternidad; el Niño es la Sabiduría del Padre encarnada; el Niño es la Misericordia del Padre encarnada; el Niño es Dios que se hace Niño, sin dejar de ser Dios para que los hombres, convertidos en niños por la pureza divina que comunica la gracia, seamos llevados al Reino de los cielos, al finalizar nuestra vida terrena; el Niño es el Rey de cielos y tierra, el Vencedor Victorioso sobre los tres grandes enemigos del hombre, el demonio, la muerte y el pecado. Por último, el Niño nace en Belén, que significa “Casa de Pan”, porque Él nace para entregarse, como Víctima inmolada y pura, en el santo sacrificio de la cruz, con su Cuerpo y su Sangre, para perpetuar y prolongar su Encarnación y el don de su Cuerpo y Sangre en la Eucaristía, Pan de Vida eterna.
          Éstas son las razones por las cuales no es lo mismo contemplar la escena del Pesebre con la luz de la fe, que contemplarla sin ella y es la razón de la alegría que embarga a la Iglesia en Nochebuena y Navidad.

sábado, 22 de diciembre de 2018

Santa Misa de Navidad



(Ciclo C – 2019)

         Cuando se contempla el Pesebre sin la fe, se contempla una escena que recrea a cualquier escena de cualquier familia que acaba de tener un hijo: se ve a una madre primeriza que se alegra por el nacimiento de su hijo primogénito; se ve al niño, acostado en una pobre cuna; se ve al padre del niño, que también se alegra porque su hijo ha nacido. La particularidad de la escena del Pesebre es que se trata en el siglo I de nuestra era y que el nacimiento del niño se ha producido en un refugio de animales y que los únicos que acompañan al niño recién nacido, en sus primeros momentos, además de sus padres, son el buey y el asno, los “propietarios”, por así decirlo, del Portal de Belén, que no era otra cosa que un refugio para los animales, excavado en la roca. Contemplado con los ojos de la razón, sin la luz de la fe, la escena del Nacimiento en el Pesebre no difiere de las escenas de cientos de miles de nacimientos producidos en Palestina y a lo largo del mundo. A esto se le agrega la pobreza, porque el niño ha nacido en un ambiente sumamente pobre.
         Sin embargo, es imposible contemplar el Pesebre y desentrañar su significado último sobrenatural, sino es con la luz de la Santa Fe Católica. Nuestra Fe Católica nos dice algo muy distinto. La Madre del Niño no es una madre hebrea más, sino la Madre de Dios, que ha dado a luz virginalmente, al atravesar su Niño, como un haz de luz, su abdomen superior, tal como atraviesa el rayo de sol el cristal y lo deja intacto, antes, durante y después de atravesarlo y por lo tanto esa Madre, además de ser la Madre de Dios, es Virgen Santa y Pura. La Santa Fe Católica nos dice que el padre de ese Niño, que lo contempla extasiado y arrobado, no es su padre biológico, sino su padre adoptivo, porque San José fue elegido por su pureza, su castidad, su humildad, su amor a Dios y su voluntad y la voluntad de Dios era que fuera solo el padre adoptivo del Niño nacido en el Portal de Belén. La Santa Fe Católica nos dice que el Niño que recién nacido, que yace aterido de frío, cubierto con una delicada manta y en un lecho de paja, alumbrado por la luz de la fogata que su padre adoptivo ha encendido, no es un niño más entre tantos, sino que es el Niño Dios, es decir, ese Niño es Dios Hijo encarnado en el seno virgen de María que, al cabo de nueve meses, ya con el embarazo a término, ha nacido milagrosa y virginalmente, dejando intacta la virginidad de su Madre; la Santa Fe Católica nos dice que ese Niño es Dios Hijo, que ha venido a la oscuridad de nuestro mundo para iluminarnos con la luz de su gloria y de su gracia; ha venido a este mundo para entregarse, ya adulto, como Víctima Inocente, Pura y Santa, en el altar de la Cruz, para nuestra salvación, para rescatarnos del pecado, de la muerte y del Infierno; ese Niño es Dios Hijo, el Verbo Eterno del Padre, encarnado en el seno virgen de María y nacido como Niño, para que los hombres, hechos niños e inocentes por la gracia, nos convirtamos en Dios por participación y al final de nuestra vida, seamos llevados al Reino de los cielos. La Santa Fe católica nos dice que ese Niño, que yace en un humilde Portal de Belén, es el Rey de cielos y tierra, que abre sus bracitos para que nadie tenga miedo de acercarse a Dios, así como nadie tiene miedo de acercarse a un recién nacido y abrazarlo, pero también nos dice la Fe que ese Niño, de grande, abrirá sus brazos y los extenderá en la Cruz, para perdonarnos nuestros pecados y abrazar con sus brazos extendidos en Cruz a toda la humanidad reconciliada por Él con el Padre, para llevarla al Reino de los cielos; la Fe nos dice que ese Niño, que es Rey de cielos y tierra, vendrá al fin del mundo como Justo y Supremo Juez, para separar a los corderos de las cabras, para conducir a unos al Reino de Dios y para arrojar a los malos al fuego que no se apaga. Por último, la Santa Fe Católica nos dice que ese Niño, que se encarnó en la Virgen y nació milagrosamente en el Portal de Belén, por el misterio de la liturgia eucarística, prolonga su Encarnación y actualiza su Nacimiento en el altar eucarístico, en la Santa Misa, para donársenos como Pan de Vida Eterna en la Eucaristía. Es decir, el Niño que nació en Belén, Casa de Pan, para inmolarse como Víctima Inocente en el altar de la Cruz, derramando su Sangre y entregando su Cuerpo, es el mismo Niño que, en la Cruz del altar, entrega su Cuerpo en la Eucaristía y derrama su Sangre en el cáliz, para darnos su Cuerpo y su Sangre en la Eucaristía.
         No se puede contemplar la escena del Pesebre, sin la luz de la Santa Fe Católica.

La verdadera fiesta de Navidad es la Santa Misa de Nochebuena





(Ciclo C - 2018 – 2019)

         A medida que nos acercamos a la Navidad, la Iglesia ingresa en un clima de fiesta, pero a fin de no equivocarnos y cometer algo que no agrade a Dios, debemos reflexionar en qué es lo que entendemos cuando decimos que en Navidad “hacemos fiesta”. Ante todo, hay que decir que la Navidad es una fiesta, sí, pero espiritual, interior, dada por la gracia, que ilumina tanto al intelecto, como al corazón: al intelecto, para hacerle saber que el Niño que nace en Belén no es un niño más entre tantos, sino el Verbo Eterno del Padre encarnado, que viene a este mundo para ofrecerse como Víctima Inmolada en la cruz para no solo derrotar a los tres grandes enemigos de la humanidad –el pecado, la muerte y el demonio-, sino para concedernos su gracia, convertirnos en hijos adoptivos de Dios y así conducirnos al Reino de los cielos. La voluntad -o el corazón- a su vez, es iluminado por la gracia, para que el alma sea capaz de no solo contemplar con el intelecto esta verdad sobrenatural de la Encarnación y Nacimiento del Verbo de una Madre Virgen, sino también para que con su corazón ame este misterio y por la conjunción de lo contemplado en el intelecto y lo amado por el corazón, se alegre y exulte de alegría. Es decir, la alegría navideña se origina, no en el mundo exterior, sino en lo alto, por acción de la gracia que, iluminando la inteligencia y la voluntad, permite la alegría sobrenatural del alma, la cual la lleva a hacer “fiesta”, que es, ante todo, espiritual y sobrenatural.
En esto consiste la alegría y el motivo y la causa de hacer fiesta; por este hecho es que el cristiano se alegra en Navidad y “hace fiesta”. Pero no es una fiesta mundana, pagana, puramente exterior y por motivos mundanos: es una fiesta interior, espiritual, sobrenatural, concedida por la gracia y esta fiesta está y consiste, ante todo y en primer lugar, en la Santa Misa de Nochebuena, porque allí, por la liturgia eucarística, la Iglesia como Esposa y como Cuerpo Místico de Cristo, no solo recuerda, sino que participa del Nacimiento del Niño Dios. Por la Santa Misa de Nochebuena la Iglesia no sólo recuerda el Nacimiento, sino que está frente a Él, superando misteriosamente el tiempo y el espacio; por la Santa Misa de Nochebuena la Iglesia no sólo recuerda y está frente al misterio del Nacimiento, sino que participa de Él, por el misterio de la acción del Espíritu Santo. Participa del Nacimiento porque nace su Cabeza, la Cabeza del Cuerpo Místico de la Iglesia, Cristo Jesús.
Éste es el motivo de la alegría y de la fiesta, y es algo que debemos tener muy en claro, para no paganizar la Navidad, para no convertirla en una mera ocasión de una fiesta al mejor estilo pagano. Muchos cristianos “hacen fiesta” en Navidad, pero es una fiesta que nada tiene de espiritual y de sobrenatural, porque se trata de una fiesta mundana, pagana, hedonista. Nada tienen que ver las modernas celebraciones de la Navidad, con alcohol, música, bailes, fuegos artificiales, con la verdadera fiesta de la Navidad, que es la Santa Misa de Nochebuena.
Si no se considera a la Santa Misa de Nochebuena como la verdadera fiesta de Navidad –espiritual, interior, sobrenatural-; si no se contempla la escena del Pesebre en el altar eucarístico, en la celebración eucarística; si no se adora al Niño que prolonga su Encarnación y actualiza su Nacimiento en la Eucaristía, no tiene sentido hacer fiesta y mucho menos, una fiesta pagana. El misterio de la actualización del Nacimiento en la Santa Misa de Nochebuena, su contemplación y adoración del Niño que está en la Eucaristía, es lo que da sentido a la fiesta cristiana, que consiste en una celebración alegre, de estilo familiar, con comidas más elaboradas que la comida cotidiana y en un ambiente de alegría familiar.
Festejar, tal como lo hace el mundo, prescindiendo de la Santa Misa de Nochebuena, y festejar mundanamente, con música estridente, con bailes indecentes, con alcohol, con pirotecnia, nada tiene que ver con la Navidad cristiana y quien hace esto, celebra una Navidad pagana, que ofende a Dios. Para quien prescinde de la fiesta y de la alegría que es la Santa Misa de Nochebuena, es mejor entonces que directamente no se celebre ni festeje la Navidad, porque el festejo de la Navidad tal como lo hace el mundo de hoy consistente en banquetes, música estridente, bailes indecentes, fuegos artificiales, llevados a cabo en lugares inmorales ofende a Dios, porque la Navidad así vivida se convierte en ocasión de burla, profanación y sacrilegio del Nacimiento. Quien festeja la Navidad así, con un festejo mundano y pagano, es mejor que no lo haga, que no festeje la Navidad, para que Dios no sea ofendido. El verdadero festejo espiritual, interior, sobrenatural, dado por la gracia, en el que el alma se alegra porque ha nacido el Redentor y porque participa del Nacimiento milagroso del Salvador del mundo, el Niño Dios, es la Santa Misa de Nochebuena.

domingo, 16 de diciembre de 2018

“Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”



(Domingo III - TA - Ciclo C – 2018)

         “Él os bautizará con Espíritu Santo y fuego (…) tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga” (Lc 3, 10-18). Juan el Bautista, luego de dar consejos morales –ser generosos, no ser malos- como modo de preparación para la llegada del Mesías y luego de revelar que el Mesías bautizará no con agua, como él, sino “con Espíritu Santo y fuego”, pasa a describir al Mesías y lo hace en un solo párrafo, en una pincelada, dando dos matices, uno positivo y otro negativo. Lo compara con un granjero, con alguien que está familiarizado con los trabajos del campo, describiéndolo como sosteniendo en su mano un elemento para trillar el trigo[1]. Dice del Mesías: “tiene en su mano la horca para reunir su trigo en el granero y quemar la paja en una hoguera que no se apaga”. Entonces, el Mesías, al fin del tiempo, en el Día del Juicio Final, es descripto como un granjero que tiene la horca en su mano, con la cual separa el grano de trigo de la paja, que no sirve; el grano, lo separa para almacenarlo; la paja, para quemarla. Hasta aquí, no hay ningún elemento que llame la atención, pero sí lo que dice inmediatamente después, en relación al fuego en el que se quemará la paja: “en una hoguera que no se apaga”. ¿Por qué tiene que decir que es una hoguera que no se apaga? ¿A qué se refiere el Bautista, cuando dice que es un fuego que no se apaga? Es obvio que está hablando, no del fuego que conocemos en la naturaleza, sino de un fuego sobrenatural, un fuego que existe más allá de este mundo, un fuego que verdaderamente no se apaga y que hace arder el cuerpo y el alma y es el fuego del Infierno. El Mesías, cuando Venga en su Segunda Venida, en el Último Día, separará a los buenos de los malos; a los buenos, para conducirlos al Reino de Dios; a los malos, para arrojarlos en el Infierno, en la hoguera que no se apaga, en el fuego que no consume pero hace temblar de dolor, para siempre. El tiempo de Adviento entonces, no es el tiempo para ver qué podemos comprar, qué podemos comer, qué queremos recibir de regalos en la Navidad: es el tiempo para prepararnos para recibir al Mesías, para participar, por la liturgia eucarística de la Navidad, de la Santa Misa de Nochebuena, de su Primera Venida y de prepararnos para su Segunda Venida. Si en la Primera Venida el Mesías viene como un Niño desamparado, en la Segunda, nos recuerda el Bautista, viene como Justo Juez.
Un detalle a tener en cuenta es que el Bautista no describe al Mesías en su Primera Venida, es decir, no está haciendo referencia a las profecías en las que se dice que “una Virgen concebirá y dará a luz”; no, el Bautista está hablando de la Segunda Venida del Mesías y esto en tiempo de Adviento, lo cual significa que la Iglesia nos está recordando que debemos prepararnos no sólo para la Navidad, en donde recordamos y participamos de su Primera Venida, sino que debemos prepararnos, en Adviento, para su Segunda Venida, en la que vendrá como Justo Juez, para separar a buenos de malos y dar a cada uno lo que cada uno se merece por sus obras libremente realizadas. Obremos obras de misericordia, de manera tal que el Justo Juez nos lleve al Reino de los cielos cuando llegue en su Segunda Venida.


[1] La Trilla, se denomina trilla a la operación que se hace con los cereales (trigo, cebada, lenteja, etc.), después .de la siega o cosecha, para separar el grano de la paja. Luego que las espigas del trigo y/o cebada están maduras y completamente secas, se procede al trillado y luego al ventilado. El método tradicional que aún subsiste hasta nuestros días, es el que consiste en hacer pisar las espigas por animales como yeguas, los cuales giran alrededor de un círculo, en lo que se denomina la "era". Luego se procede a hacer la limpia, mediante el  aventado, que consiste en lanzar al aire la mezcla de paja y grano obtenida; el aire más ligero arrastrar la paja a un lado, mientras que el grano cae en el mismo lugar. Cfr. https://www.youtube.com/watch?v=dlDE2snSxmk

martes, 11 de diciembre de 2018

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios”



(Domingo II - TA - Ciclo C - 2018 – 2019)

“Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; Y toda carne verá la salvación de Dios” (cfr. Lc 3, 1-6). Para indicar la próxima Llegada y aparición del Mesías sobre la tierra y siendo consciente de que el corazón humano, contaminado por el pecado original, necesita convertirse, es decir, despegarse de las cosas de la tierra para elevarse a las cosas del cielo y así recibir al Mesías, Juan el Bautista predica la conversión de los corazones y para ello, citando al Profeta Isaías, utiliza la figura de caminos torcidos que deben ser enderezados y de colinas que deben ser abajadas y de valles que deben ser rellenados. Cada una de estas figuras se refiere a una realidad humana y sobrenatural. Así, por ejemplo: preparar los caminos del Señor es disponer los corazones, por la gracia, a la penitencia y a las obras de caridad; allanar los senderos, es abajar nuestro orgullo, postrándonos ante Cristo crucificado y ante Jesús Eucaristía; los valles rellenados, es elevar el alma, que se hunde en las cosas de la tierra, a las cosas del cielo; rebajar los montes y las colinas, es rebajar nuestra soberbia y nuestra pretensión de querer hacer todo según nuestros propios deseos, incluso dentro de la propia iglesia -y así hay, por ejemplo, muchos que quieren cambiar desde dentro de la Iglesia y la Misa, introduciendo elementos ajenos a la Misa, pero no van a poder, porque pretender cambiar la Iglesia y la Misa es obra del Demonio y eso no lo van a conseguir, porque Dios no lo va a permitir-; enderezar lo torcido, quiere decir combatir y erradicar nuestras pasiones que, sin el auxilio de la gracia, quedan fuera del control de la razón y se vuelven irracionales, más cercanas a lo animal que a lo humano; convertir lo escabroso en llano es combatir contra nuestras malas inclinaciones y buscar de adquirir virtudes, no por las virtudes en sí mismas, sino porque las virtudes son las expresiones, a través de la naturaleza humana, de las infinitas perfecciones del Ser divino trinitario, lo cual quiere decir que en Adviento debemos buscar la virtud, como forma de participar de las perfecciones del Ser divino de Dios Uno y Trino. “Y toda carne verá la salvación de Dios” quiere decir que todo hombre que haya recibido la gracia de la conversión y haya respondido a esta, verá la salvación de Dios: esa salvación de Dios es el Niño Dios en su Primera Venida, en Belén; es Cristo Eucaristía, el Cordero de Dios que viene a nosotros en la Venida Intermedia, en el Sacramento Eucarístico, en el tiempo de la Iglesia, en esta vida; el hombre en gracia verá la salvación de Dios cuando Cristo, el Cordero de Dios, Venga por Segunda y definitiva vez en el Día del Juicio Final, cuando este mundo desaparezca y dé inicio la vida eterna. Para prepararnos para este triple encuentro con Cristo, la salvación de Dios, es que la Iglesia nos concede este tiempo de gracia llamado Adviento.

domingo, 2 de diciembre de 2018

"Verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria"



(Domingo I - TA  Ciclo C - 2018 – 2019)

Con el Primer Domingo de Adviento, la Iglesia comienza un nuevo ciclo litúrgico, por lo que es el equivalente al fin del año civil: finaliza un año –un ciclo litúrgico- y comienza otro año –otro ciclo litúrgico-.  La sociedad civil y la Iglesia coinciden entonces en que ambos finalizan un período de tiempo y comienzan otro. Pero en el caso de la Iglesia, hay algo más, mucho más profundo e insondable, que en el caso de la sociedad civil, porque mientras en esta se trata simplemente de un cambio en la numeración que indica el tiempo transcurrido y por transcurrir, sin otra significación, en la Iglesia tiene otro significado: a través del tiempo litúrgico, participa de un misterio que sobrepasa la capacidad de comprensión de la creatura infinitas veces más que cielo supera a la tierra. Este misterio, del cual la Iglesia participa cada vez que inicia un nuevo año litúrgico y que sobrepasa infinitamente nuestra capacidad de comprensión, es el misterio de Cristo[1], el Hombre-Dios, la Segunda Persona de la Trinidad encarnada en el seno de María Virgen –y que prolonga su Encarnación en el seno virgen de la Iglesia, el altar eucarístico-, que Vino por primera vez en Belén, que Viene en el tiempo de la Iglesia y que Vendrá al fin de los tiempos para juzgar a la humanidad. Para participar del misterio de Cristo, es que la Iglesia dispone que haya un tiempo especial, el Adviento, en el cual el alma se concentra en la espera de Aquel que Vino, que Viene y que Vendrá. El Adviento es entonces tiempo de preparación espiritual, o más bien, de una doble preparación espiritual, para el encuentro con Cristo: una primera preparación es para la conmemoración y celebración del misterio de la Primera Venida de Jesús en la humildad del Portal de Belén, es decir, la Navidad; la segunda preparación del Adviento es para la Segunda Venida del Señor Jesús en la gloria. Esto explica que el Evangelio elegido por la Iglesia para este Primer Domingo de Adviento -Lucas (21,25-28.34-36)- se refiera a la Segunda Venida del Señor Jesús: “Habrá signos en el sol y la luna y las estrellas, y en la tierra angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y el oleaje, desfalleciendo los hombres por el miedo y la ansiedad ante lo que se le viene encima al mundo, pues las potencias del cielo serán sacudidas. Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria”.
Ahora bien, puesto que entre la Primera y la Segunda Venida hay una Venida Intermedia, esto es, el Arribo o la Llegada de Jesús por el Sacramento de la Eucaristía al alma, podemos decir que el Adviento es también tiempo de preparación espiritual para esta Venida Intermedia, el Arribo de Jesús al alma a través del misterio de la Eucaristía.
El Adviento entonces, es preparación espiritual para participar del misterio del Nacimiento –por el misterio de la liturgia- de Aquel que Vino por primera vez, en el Portal de Belén; del misterio de Aquel que Vendrá por Segunda y definitiva vez, en la gloria, para juzgar a vivos y muertos; del misterio de Aquel que Viene al alma en cada Comunión Eucarística. Adviento es tiempo por lo tanto de una triple preparación espiritual del alma. Puesto que Aquel que Vino en Belén, que Viene en cada Eucaristía y que Vendrá al fin de los tiempos es Dios Hijo encarnado, el alma debe estar no solo “atenta y vigilante”, con “la lámpara de la fe encendida”, sino que el alma debe estar reluciente, esplendorosa, brillante, por la gracia santificante.
Estar preparados para el encuentro personal con Cristo, el Hombre-Dios –que Vino, que Viene y que Vendrá- es el sello característico del Adviento. En la iglesia ambrosiana se canta así al terminar el año litúrgico: “Nuestros años y nuestros días van declinando hacia su fin. Porque todavía es tiempo, corrijámonos para alabanza de Cristo. Están encendidas nuestras lámparas, porque el Juez excelso viene a juzgar a las naciones. Alleluia, alleluia”[2]. El tiempo va pasando y la eternidad se acerca[3]: cada día, cada hora, cada segundo que pasa, es un día menos, una hora menos, un segundo menos, que nos separa de la eternidad, del encuentro personal, cara a cara, con el Justo y Supremo Juez, Cristo Jesús. Es para este encuentro que la Iglesia dispone un tiempo especial, el Adviento, a fin de que el alma esté lista y preparada, para cuando llegue el momento más importante de esta vida, que es paradójicamente la muerte, porque por la muerte se deja esta vida terrena y se ingresa en la vida eterna.
“Estad, pues, despiertos en todo tiempo, pidiendo que (…) podáis manteneros en pie ante el Hijo del hombre (…) Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación. Tened cuidado de vosotros, no sea que se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida, y se os eche encima de repente aquel día; porque caerá como un lazo sobre todos los habitantes de la tierra”. La única manera en la que el alma está dignamente preparada para recibir al Hijo del hombre, que Vino en el Portal de Belén, que Viene en cada Eucaristía y que Vendrá al fin del mundo, es tener su alma en estado de gracia santificante. Para que el alma deje de estar en pecado y comience a vivir en estado de gracia, es que la Iglesia dispone el tiempo de gracia al que le da el nombre de “Adviento”. Prepararnos para la Venida de Cristo, éste es el deseo de la Iglesia para sus hijos en Adviento y es por eso que, al inicio del Adviento, dice así, dirigiéndose a Dios: “Despierta en tus fieles el deseo de prepararse a la venida de Cristo por la práctica de las buenas obras, para que, colocados un día a su derecha, merezcan poseer el reino celestial”[4].



[1] Cfr. Odo Casel, Il mistero del culto cristiano, Ediciones Borla, Roma4 1960, 109.
[2] Miss. Ambros., Último Domingo antes del Adviento: Transitorium; en Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[3] Odo Casel, Misterio de la Cruz, Ediciones Guadarrama, Madrid2 1964, 189.
[4] Cfr. Liturgia de las Horas, I Vísperas, http://www.liturgiadelashoras.com.ar/

domingo, 25 de noviembre de 2018

Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo



(Ciclo B – 2018)

“Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,33b-37). En el diálogo con Pilatos, Jesús se auto-proclama rey, pero no “rey de este mundo”, sino Rey del cielo: “Mi reino no es de aquí”. Jesús es Rey, pero no como los reyes de la tierra. Los reyes de la tierra reinan sentados en mullidos almohadones y en cómodos sillones de oro; tienen coronas de oro, plata y piedras preciosas; sus cetros, indicativos de su dignidad real y de su poder, son de marfil y ébano; sus vestimentas son de seda finísima y de púrpura costosísima; sus calzados, son artesanales y muy costosos. Además, los reyes de la tierra gobiernan despóticamente, en su gran mayoría, pues muy pocos son –como los Reyes Católicos- quienes se preocupan por el verdadero bienestar de sus súbditos, el bienestar de sus almas y quienes lo hacen, poco y nada pueden hacer más que preocuparse y obrar limitadamente a su favor. Los reyes de la tierra gobiernan rodeados por una corte de aduladores que no los aman y que aplauden a cada gesto suyo, porque lo que buscan son sus favores y sus bienes. Los reyes de la tierra gobiernan tiránicamente y sobre una porción limitada de terreno y sus ejércitos están formados por hombres entrenados para hacer daño, cuanto más, mejor. Jesús es Rey, pero no es rey al modo de los reyes de la tierra. Jesús es Rey, pero no es un rey de este mundo: Él es Rey de cielos y tierra y es rey por naturaleza, porque es Dios Hijo en Persona y es rey por conquista, porque Él se ganó para el Padre las almas de muchos hombres, al precio de su Sangre derramada en la cruz.
         Jesús es Rey y Él gobierna, pero no desde un cómodo y mullido sillón de oro, sino desde la cruz; su corona no es de oro y plata, sino que es una corona de espinas, de duras, filosas, cortantes y dolorosas espinas, que le provocan desgarros múltiples en su cuero cabelludo y que le proporcionan un dolor indecible, dolor ocasionado por nuestros pensamientos malos consentidos, porque las espinas de su corona son la materialización de nuestros malos pensamientos, deseados y queridos; su cetro no es un cetro de marfil y ébano que descansa en sus manos, sino los gruesos y filosos clavos de hierro que atraviesan sus manos, abriéndole ríos de Sangre roja y preciosísima, provocándole un dolor desgarrante, dolor ocasionado por el pecado de blasfemia, que son las manos de los hombres alzadas violentamente en contra de su Dios y por el pecado del odio, cuando el hombre levanta con violencia la mano contra su hermano; sus vestimentas no son túnicas de seda y púrpura finísima, sino el velo de su Madre, que cubre su Humanidad y el resto de su Cuerpo está revestido con una túnica formada por su Sangre roja y preciosísima, que brota a borbotones de sus heridas abiertas, heridas todas provocadas por la impudicia y la falta de vergüenza de los hombres y por los pecados de impureza. Jesús gobierna desde el trono sagrado de la Cruz y gobierna no despóticamente, sino con amor, porque a sus súbditos, a quienes Él llama para que compartan su Cruz, lo único que desea es darles en herencia el Reino de los cielos y sobre todo, el contenido de su Sagrado Corazón, el Amor de Dios, el Espíritu Santo. Mientras los reyes de la tierra son rodeados por aduladores, muchos de los que se acercan a Jesús no lo adulan; más bien, la gran mayoría de los que son llamados por Jesús para compartir su Cruz, se quejan de Él, les piden que les quite la Cruz, que ya no la soportan, porque no quieren los bienes que Él da, que son los bienes del Reino de Dios, la gracia, la paz, la alegría, la justicia y la misericordia divina. La gran mayoría de los que son acercados al trono real de la Cruz por intercesión de la Reina de cielos y tierra, Nuestra Señora de los Dolores, no quiere estar al lado de la Cruz y quieren que les sea quitado cuanto antes el yugo suave de la Cruz. Sólo unos pocos aceptan, con amor, el llamado de Jesús a compartir el trono real de la Cruz. Jesús es Rey, pero no gobierna sobre una porción limitada de terreno, sino sobre el Universo entero, sobre los cielos y la tierra e incluso en el Infierno, porque hasta en el Infierno se siente el poder divino de la fuerza de la Cruz y todos sus habitantes tiemblan de espanto ante el estandarte ensangrentado de la Cruz. A diferencia de los reyes de la tierra, que tienen a su mando hombres malos que obran el mal y la violencia, Jesús tiene a su mando a los ángeles buenos y a los santos, que sólo buscan la eterna bienaventuranza para los hombres. Jesús es Rey y reina desde el madero, por eso los que son súbditos de Jesús se diferencian de aquellos que no lo son, en que los súbditos del Rey Jesús doblan sus rodillas ante el trono real de la Cruz y besan los pies ensangrentados de Jesús, atravesados por un grueso clavo de hierro, para expiar nuestros pasos dirigidos en dirección al pecado y en dirección contraria a la gracia.
         “Tú lo dices: soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Todo el que ama a Cristo Rey se postra ante Jesús, que reina desde el leño ensangrentado de la Cruz y reina también desde la Eucaristía; todo el que es su verdadero discípulo se postra ante la Cruz y la Eucaristía, besa sus pies ensangrentados y adora su Presencia Eucarística, porque es en la Cruz y en la Eucaristía donde reina Nuestro Rey, Cristo Jesús.


sábado, 17 de noviembre de 2018

“Antes del advenimiento de Cristo (...) se manifestará el Anticristo"



(Domingo XXXIII - TO - Ciclo B – 2018)

         “Mas por esos días, después de aquella tribulación, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas irán cayendo del cielo, y las fuerzas que están en los cielos serán sacudidas (…) cuando veáis que sucede esto, sabed que Él está cerca, a las puertas. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. Y entonces verán al Hijo del hombre que viene entre nubes con gran poder y gloria (…) Mas de aquel día y hora, nadie sabe nada, ni los ángeles en el cielo, ni el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13, 24-32). Como respuesta a la pregunta de sus discípulos acerca de cuándo será el tiempo de la destrucción del templo, Jesús formula esta profecía -la cual es designada como “discurso escatológico” o “apocalipsis sinóptico”[1]-, en la cual revela los sucesos relativos a dos acontecimientos: la destrucción del templo y la Segunda Venida del Hijo del hombre. El problema principal es determinar en qué momentos se refiere a la destrucción del templo y en qué momento a la Segunda Venida como Juez del mundo. Casi todos los autores coinciden en que Jesús trató los dos temas en la misma profecía: la destrucción del templo y la Segunda Venida. Sin embargo, no lo hizo porque creía, como afirman algunos, que la destrucción del templo y la Venida del Hijo del hombre al fin del mundo serían contemporáneas. En cuanto Dios, Jesús sabía perfectamente de qué estaba hablando y de cuándo serían ambos eventos.
         Como prueba de que Jesús sabía de que ambos eventos sucederían en épocas distintas, está la importante distinción que hace Jesús: por un lado, la destrucción del templo sería precedida por señales que servirían de aviso a los discípulos para escapar del inminente desastre (14-17). Este evento local, la destrucción del templo, de la que podrían escapar huyendo a otra parte, tendría lugar “antes de que pase esta generación”, lo cual efectivamente se cumplió, con la destrucción de Jerusalén y del templo por parte de las tropas del general romano Tito en el año 70 d. C. Es decir, este suceso estaría precedido por señales, no sería repentino. Por otro lado, cuando se refiere a la Segunda Venida del Hijo del hombre, como Juez Supremo de la humanidad, Jesús no da ninguna información acerca del tiempo en el que esta Segunda Venida habría de ocurrir. Este suceso sí sería repentino e inesperado; estaría relacionado con “los elegidos” y no habría ninguna señal de aviso. Ésa es la razón por la cual los discípulos deben estar siempre prevenidos: “Estad atentos y vigilad, porque no sabéis cuándo será el tiempo”.
         Cristo no revela el tiempo de la Segunda Venida, pero sí pone en guardia a sus discípulos para que estos no identificasen la Segunda Venida con la destrucción del templo, puesto que en las mentes de los discípulos estaban asociadas, la destrucción del templo y el fin del mundo. Al insistir en que la Parusía era incierta, Cristo declara al mismo tiempo que la destrucción del templo tendría lugar “antes de que pasara esta generación” y al prescribir las actitudes que deberían tener sus seguidores, se proponía disipar la confusión en las mentes de los apóstoles.
         Con relación a la Segunda Venida del Hijo del hombre, las imágenes que usa Jesús acerca de los acontecimientos celestes, son para significar que Dios está a punto de intervenir. Esta intervención divina es la Segunda Venida del Hijo de Dios al fin del mundo. Cristo, el Hijo del hombre, vendrá entonces con gran poder y majestad, como Juez Supremo y reunirá junto a sí a sus elegidos de toda la tierra, para conducirlos al cielo, al tiempo que reunirá a los condenados, para lanzarlos al abismo de la eterna perdición.
         Ahora bien, es verdad que Jesús no da precisiones en cuanto al tiempo en el que habrá de venir por Segunda Vez, pero sí hay una señal que podemos tomar como que su Segunda Venida es inminente y es la manifestación del Anticristo, el cual pondrá a prueba la fe de los fieles, al mismo tiempo que desencadenará la última persecución, sangrienta, contra la Iglesia. El Anticristo –cuya manifestación señalará que la Segunda Venida de Cristo es inminente-, se presentará como el Salvador de la humanidad, dando una “solución aparente a los problemas de la humanidad, al precio de la apostasía de la Verdad”. Es decir, el Anticristo se presentará como un pseudo-mesías con una doctrina falsa, una doctrina en la que la Verdad de Dios y su Mesías es reemplazada por la auto-glorificación del hombre. El Anticristo abolirá los Mandamientos y la Eucaristía, porque suprimirá el Santo Sacrificio del altar, la Santa Misa, reemplazándola por una ceremonia vacía y blasfema, en la que no habrá el milagro de la transubstanciación y por lo tanto los que asistan a estas ceremonias comulgarán trigo y agua, es decir, solo pan y no el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Entonces, si bien es cierto que Jesús no nos da el tiempo de su Segunda Venida, la Iglesia nos advierte que, antes de la misma, los fieles deberán pasar por una durísima prueba, ya que surgirá el Anticristo, el cual se presentará a sí mismo como el Mesías, como el Salvador de la humanidad, engañando a casi la totalidad de los hombres. Dice así el Catecismo de la Iglesia Católica[2]: “Antes del advenimiento de Cristo, la Iglesia deberá pasar por una prueba final que sacudirá la fe de numerosos creyentes. La persecución que acompaña a su peregrinación sobre la tierra desvelará el “misterio de iniquidad” bajo la forma de una impostura religiosa que proporcionará a los hombres una solución aparente a sus problemas mediante el precio de la apostasía de la verdad. La impostura religiosa suprema es la del Anticristo, es decir, la de un pseudo-mesianismo en que el hombre se glorifica a sí mismo colocándose en el lugar de Dios y de su Mesías venido en la carne”. Cuando el Anticristo suprima los Mandamientos de la Ley de Dios y suprima la Santa Misa, alcemos la cabeza y alegrémonos, en medio de las persecuciones y tribulaciones, porque eso significa que la Segunda Venida en gloria del Supremo Juez es inminente.


[1] Cfr. B. Orchard et al., Verbum Dei. Comentario a la Sagrada Escritura, Tomo III, Barcelona, Editorial Herder 1957, 534ss.
[2] Número 675.

martes, 13 de noviembre de 2018

“Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie (….) Porque ha echado todo lo que tenía para vivir”



(Domingo XXXII - TO – Ciclo B – 2018)

“Esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie (….) Porque ha echado todo lo que tenía para vivir” (Mc 12, 38-44). La parábola de la viuda que da como ofrenda solo dos insignificantes monedas de cobre es un claro ejemplo de cómo Dios no juzga por el exterior de las personas, sino su interior. En efecto, a los ojos de los hombres, los ricos, que dan limosnas de mucho porte, dan más que los pobres, porque el hombre se fija en la cantidad, pero no en el corazón del hombre. Vistos con los ojos humanos, quienes más cantidad de dinero daban a la ofrenda del templo eran los ricos, porque “echaban en cantidad”. A los ojos de los hombres, la pobre viuda da algo insignificante, porque pone en la ofrenda solo dos monedas de poco valor. Pero a los ojos de Dios, las cosas son muy distintas: Dios sabe que los ricos dan mucho, pero dan de lo que les sobra, no de lo que tienen para vivir; en cambio, la viuda pobre da muy poco, pero en realidad es muchísimo, porque lo que da es todo lo que tiene para vivir –por ejemplo, es como si nosotros pusiéramos, en la ofrenda dominical, lo que tenemos para el almuerzo o la cena-. La viuda nos enseña así que con Dios hay que ser generosos, porque Dios ve el corazón y Dios no se deja ganar en generosidad: de hecho, de la escena, la que es agradable a los ojos de Dios es la pobre viuda, a pesar de que dio muy poco en apariencia, mientras que los ricos, que en apariencia dieron mucho, no son tenidos en consideración por Dios. Esto nos enseña que Dios ve el profundo del hombre y no la apariencia, pero además nos enseña otra cosa: la viuda da de lo que tiene para comer porque ama a Dios y confía en Él y sabe que Él no la dejará desprotegida; los ricos, que dan mucho pero de lo que les sobra, en realidad no aman tanto a Dios y no tienen tanta confianza en Él, sino en sus riquezas; de lo contrario, darían mucho más, hasta agotar sus tesoros, como lo hizo la viuda. Entonces, lo que cuenta en las ofrendas, es sí la cantidad, porque no es lo mismo que dé diez quien puede dar mil, ya que eso indica avaricia y apego al dinero, pero también cuenta el amor, porque para dar todo lo que se tiene para vivir, se necesita un gran amor a Dios y una gran confianza en Él como Padre Providente.
Esto mismo se aplica para los católicos, pero no solo para el dinero, sino también para el tiempo y para el talento: muchos dan a Dios –si es que dan- el tiempo –el dinero, el talento- que les sobra, el tiempo que les queda luego de dedicarse a sus pasatiempos y a las cosas que les agradan, para recién luego darle a Dios las migajas de algún tiempo dado con mezquindad y en cuanto al talento, lo mismo: ¡cuántas necesidades tiene la Iglesia, de sus hijos con tiempo y talento! Pero la gran mayoría de sus hijos, con tiempo y talento, le dan a la Iglesia –a la Parroquia- sólo migajas, cuando se las dan. Y encima se creen como los ricos del Evangelio y piensan que con las migajas que dan a Dios, Dios les queda debiendo. Otros, por el contrario, son como la viuda, que dan a Dios el tiempo que les hace falta y no solo el tiempo, sino también el sacrificio y el dinero material y el talento que tienen, porque confían en Él y lo aman y así se sacrifican por la Parroquia, que es sacrificarse por Dios y su Casa. Cada uno de nosotros elige qué dar a Dios, si dar mucho en apariencia, pero en realidad nada, como los ricos del Evangelio, o dar poco en apariencia pero en realidad darlo todo, como la viuda pobre a quien Dios alaba.