El Cordero y sus Apóstoles


“Jesús eligió a los Apóstoles” (cfr. Lc 6, 12-19). Jesús
elige a los Doce y los constituye Apóstoles, que significa, en
griego, “enviados”. Constituye la imagen de la iglesia naciente:
los Doce alrededor de Jesús. Se trata de la Iglesia en la tierra,
constituida en sus inicios por Jesús y sus Apóstoles. Pero
no es la única imagen de la Iglesia, ni el único estado de la
Iglesia: la Iglesia de la tierra viene de la eternidad y se prolonga
en la eternidad, y así aparece en la eternidad como la
Jerusalén Celestial y como la Esposa del Cordero (cfr. Ap 21,
9-27). Los Apóstoles nombrados por Jesús son nombrados
también en el Apocalipsis, como los Apóstoles del Cordero:
“El muro de la ciudad tenía doce columnas, y sobre ellas los
nombres de los Doce Apóstoles” (Ap 21, 14). Jesús es el
Cordero de Dios, el fundamento de la Iglesia –cuyas columnas
son los Apóstoles- que triunfa en los cielos por el poder
de su sacrificio en la cruz. Los Apóstoles fueron nombrados
por Jesús en la tierra para que lo acompañaran en su misterio
pascual, y ahora reinan eternamente con Él en el cielo. Por lo
tanto, las dos imágenes de la Iglesia son complementarias:
(2)Cfr. Ap 21, 23.
Jesús y sus Apóstoles en la tierra, el Cordero y los Apóstoles
en la Jerusalén celestial. En la tierra, lo acompañaron en su
prédica, en sus fatigas, en su peregrinar, y si bien defeccionaron
brevemente en la Pasión, abandonándolo en el duro
momento de la cruz, pagaron con creces este egoísmo y esta
falta de amor con la ofrenda martirial de sus vidas, y por
haber entregado sus vidas por el Cordero, ahora lo contemplan
por la eternidad, son iluminados por su luz –su lámpara
es el Cordero(2)- y se alegran para siempre de su compañía.
Dos imágenes de dos momentos distintos de una misma
Iglesia: Jesús que nombra a sus Apóstoles en la tierra para
que lo acompañen en el tiempo en su misterio pascual; el
Cordero en el cielo, iluminando con su resplandor divino a
sus Apóstoles, columnas de su Iglesia triunfante. Dos imágenes
de una misma Iglesia: en sus inicios, en el tiempo; en su
culmen, en la eternidad, y en ambas imágenes, en ambos estados,
es el Cordero su centro y su resplandor, su fuente de vida
divina y la causa de su alegría eterna.
Pero el Cordero no sólo estuvo en Palestina hace dos mil
años, eligiendo a sus Apóstoles; no sólo ilumina ahora eternamente,
con su luz que es Él mismo, en el centro de la
Jerusalén celestial, a sus Apóstoles para siempre: el Cordero
está también en el centro del tiempo y de la eternidad, de la
historia humana y de la vida divina y está por eso mismo en
el centro de la Iglesia, por el misterio de la liturgia, sobre el
altar, escondido bajo la apariencia de pan. En el seno de la
Iglesia, se hace Presente, degollado en el altar de la cruz y se
hace Presente a la vez, en el misterio, glorioso en la
Eucaristía.
Y como Cordero de Dios, reúne en torno suyo a sus
Apóstoles, tanto en el cielo como en la tierra: en el cielo, en
la Jerusalén celestial, alegrándolos con su Presencia e iluminándolos
con su luz; en la tierra, reúne a sus apóstoles, los
apóstoles de los últimos tiempos, en la prolongación terrena
de la Jerusalén celestial, la Iglesia, alrededor del altar, y los
alimenta con su carne y con su sangre, hasta el momento de
su Aparición final.